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Crítica de Bardo. Falsa Crónica de unas cuantas verdades


Juan Carlos Carrillo Cal y Mayor

La relevancia del cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu en el panorama cinematográfico internacional actual es indiscutible. Su ópera prima Amores perros es un parteaguas del cine mexicano y una obra aclamada internacionalmente. Siendo el primer mexicano en ser nominado al Oscar a Mejor director, ganaría tres de ellos por Birdman (la película más premiada en 2015) y uno más por dirigir El renacido. Con este su séptimo largometraje, cuyo título ampuloso recuerda directamente al de Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia), vuelve a su país natal pues no había vuelto a hacer una película mexicana desde Amores perros. Con el auspicio de Netflix presenta una obra descaradamente autobiográfica, con algunas proezas poéticas que no terminan de salvar el largo y a ratos aburrido conjunto de ideas y traumas del personaje/director.

El delgado hilo narrativo es la vuelta del periodista y cineasta documentalista Silverio Gama (Daniel Giménez Cacho) a su natal México antes de recibir un importante premio al periodismo en Estados Unidos. El guion introduce un exceso de ideas y adolece de una trama que las incluya a todas. Se habla del vacío que puede sentir alguien admirado y odiado por sus éxitos (un conflicto bastante abstracto y no muy universal), pero también de la actual superficialidad de los medios (a la Don’t Look Up); de la relación histórica entre México y Estados Unidos; de la identidad mexicana y de los mexicanos viviendo al norte de la frontera; de los desaparecidos por la violencia en México; de la militarización de este país, etcétera. Por supuesto están los temas constantes del director, especialmente la paternidad y el hijo perdido.

La dirección de fotografía del veterano iraní Darius Khondji recuerda en mucho al estilo del Chivo Lubezki (quien había hecho la fotografía de las dos últimas películas de Iñárritu) y crea bellas estampas, si bien se siente un poco excesivo el lente gran angular, casi ojo de pez, que deforma los contornos de varias escenas hasta el punto de distraer al espectador. Hay una clara influencia de Roma de Alfonso Cuarón —y no solo por el excelente diseño de producción de Eugenio Caballero en ambas— por ejemplo en los travellings en los que el personaje camina por las calles del centro histórico de la Ciudad de México, o en la defensa del rol de la empleada doméstica: otra de las ideas insertadas de modo inconexo en este tapiz de muchos hilos que es esta cinta, llena también de personajes incidentales. Si en Amores perros Iñárritu hizo la película más chilanga sin mostrar un solo enclave famoso de la capital mexicana, aquí muestra de modo simbólico el Castillo de Chapultepec, el Centro Histórico o los Estudios Churubusco, lugares donde aprovechó para filmar durante la pandemia y que lucen mucho en la cinta.

Con esta película, Iñárritu se acerca más al cine europeo que al más convencional americano. No solo por los momentos metafóricos al estilo de Fellini, ni por los varios desnudos innecesarios, sino porque en vez de la línea aristotélica de construir una historia que lleve al espectador por un viaje emocional a través de una trama, opta por la línea brechtiana de hacer consciente al espectador de que está delante de una obra construida. De ahí la autoconsciencia de la propia película, que interrumpe un diálogo del protagonista con Hernán Cortés para mostrar al equipo grabando «una película de un director bien mamón», o la conversación en que le echan en cara al protagonista que haya hecho un documental «sobre ti mismo» y con una serie de características que en realidad son una autocrítica de la propia película.

El director define esta cinta como una «comedia nostálgica». Efectivamente, si se parece a alguna de sus cintas anteriores es sobre todo a Birdman, aunque no llega a ser muy cómica por más que insista en ello la música socarrona que acompaña a algunas escenas. Su punto de partida es su personal intimidad, como hacen los buenos artistas, pero no alcanza a hacerla universal y ahí falla. Desde luego es más significativa para un público mexicano —lo cual es valiente por parte de un director transnacional como es Iñárritu— pero la gran pregunta es para qué quiso hacer una película así y por qué nosotros querríamos verla. Finalmente, sus mejores momentos están ya en el fabuloso y astuto trailer de la película. A pesar del guion circular que revela un descubrimiento al final, la historia carece de interés y no hay una conexión emocional con los personajes. Pero, eso sí, no hay engaño, la película va de frente y no promete una historia ni un viaje emocional, es solo una falsa crónica de unas cuantas verdades.


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