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Amor y respeto


Juventina Bahena

Se le ha dado gran valor y poder al amor, al grado que puede cambiar al mundo, dicen. Cuando Jesucristo dio esa máxima a su grey de “ámense los unos a los otros”, hace unos dos mil años, estaba aplicando un principio filosófico revolucionario que ningún otro líder religioso, de Estado, etcétera, tuvo siquiera la posibilidad de insinuar. Sin embargo, cuánta violencia, cuántos delitos, incluso muertes se han cometido en nombre del amor, porque la cotidianidad contradice la definición que han dado de ese sentimiento al que le han dedicado grandes espacios en la literatura, la poesía, la pintura, la música, el teatro, las artes en general, no digamos ya el cine del siglo pasado.

¿Hay algo más grande que el amor? Definitivamente sí: el respeto, un valor que implica reconocer, apreciar y valorar los derechos de los demás; para ello hay que conocer cuáles son mis derechos, dónde terminan y empiezan los de los demás. Si nuestro principal valor fuera el respeto no habría necesidad de formalizar en la ley la diversidad. Si la gente pide inclusión solo deberían pedir respeto y no colgarse etiquetas como las de LGBTQ+ que les consignan en pequeños cotos identitarios que tienden más a la segregación que a su inclusión social.

La inclusión no nos exige amar, aunque amor y respeto harían una espléndida sinergia, pero dado que no tenemos claro qué es el amor, con el respeto bastaría para vivir en armonía socialmente; se evitarían los conflictos de pareja; se acortaría la brecha generacional; sería una base fundamental para hacer política.

No hay que confundir el respeto con la indiferencia, ser neutral, e imparcial. Si una persona agrede a un niño en la calle y la gente no interviene porque “respeta” al agresor en su papel de padre o madre. Si un vecino no interviene en un caso de abuso o violencia física en contra de un adulto mayor porque “respeta” y no se mete en asuntos que no son de su incumbencia.

Este tipo de “respeto” es indolente, falto de empatía y de responsabilidad social, en fin, una mala interpretación comodina de un principio que nos puede salvar como sociedad y como humanidad de la autodestrucción. 

Hay que recordar que quien tolera un agravio, a uno mismo o a otros, se hace cómplice.
    


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