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Benito Juárez, el único presidente que ha fallecido en Palacio Nacional


Hoy es el 153 aniversario luctuoso de uno de los líderes más respetados de México: Benito Juárez, quien murió el 18 de julio de 1872. Niño indígena de Oaxaca, llegó a ser abogado, diputado, presidente de la Suprema Corte de Justicia y Primer Mandatario del país.

Un dato inédito: Benito Juárez García es el único Presidente de México que murió, a los 66 años de edad, en una de las habitaciones del Palacio Nacional. Falleció en funciones; ocupó la presidencia de nuestro país desde 1858 hasta 1872.

Durante su mandato combatió a la segunda Intervención francesa y al segundo imperio, que concluyó en el Cerro de las Campanas, en Querétaro, cuando fusilaron  a Maximiliano de Habsburgo.

Escribió páginas de oro en la historia nacional

Benito Juárez nació el 21 de marzo de 1806. Como presidente de México escribió páginas de oro en la historia nacional.   Un ejemplo, son los acontecimientos ocurridos en el año 1867, tiempo cuando se definía el destino del país, en una época crucial:

La indecisa tarde del 21 de junio de 1867, en que se respiraba la zozobra, se recibe en San Luis Potosí un urgente telegrama que súplica el veloz regreso del Benemérito Benito Juárez: “Tengo el honor de participar que la plaza de México se ha rendido, y sus defensores quedaron como prisioneros de guerra a disposición del Supremo Gobierno. Sírvase poner en el superior conocimiento del ciudadano Presidente de la República, para que disponga lo que crea conveniente, suplicándole encarecidamente que se digne a apresurar la traslación del gobierno a la capital”.

El apremiante mensaje venía suscrito por el general Porfirio Díaz, tras la derrota final del imperio extraño. Tan luego como Juárez se entera de que la Ciudad de México ha sido desocupada resuelve trasladar el gobierno e inicia la lenta marcha, porque a la vera del camino los habitantes de las rancherías, pueblos y ciudades lo esperaban para significar la satisfacción de ver al gobierno de la República triunfante, después de vencer y aplastar al invasor.

Juárez abandonó San Luis Potosí, el 1° de julio. El entusiasmo colectivo se rendía a su paso, en cada una de las escalas tenía que recibir comisiones, participar en la alegría popular y luego se recogía en una improvisada sala de trabajo donde continuaba escribiendo a los amigos de todos los ámbitos del país.

Por fin el día 12 llegó a Tlalnepantla. Allí ya lo esperaba Porfirio Díaz, quien lo recibe jubilosamente. Esa misma tarde llegó a Chapultepec. Por la tarde se efectuó una cena a la que asistieron  el general Díaz y los cercanos jefes principales. Le insistieron que permaneciera tres días en el castillo para que diera tiempo de terminar los preparativos para la recepción que tendría lugar hasta el lunes.

Los cronistas relatan la apoteósica entrada triunfal del gobierno por las calles de la capital, en medio del aplauso general y el homenaje del pueblo que con sus vítores y flores hacía  sentir su jubilo. En esa ocasión sí se oyeron los alegres repiques de los templos. Al entrar a la Plaza de la Constitución se escucharon las graves voces de las campanas de la catedral.

Al llegar al Zócalo, el general Porfirio Díaz lo esperaba con una bandera nacional, elaborada ex profeso, para que fuera izada por el Presidente Juárez, en el mástil central de la Plaza de la Constitución, como símbolo del triunfo de la República.

Al mediodía el Benemérito, acompañado de Sebastián Lerdo de Tejada, José María Iglesias e Ignacio Mejía, que constituían su reducido gabinete, recibió las felicitaciones del pueblo en los salones del Palacio Nacional. También se había proyectado una comida para tres mil personas en la Alameda Central, como símbolo de la unidad que el triunfo de la República significaba.

Un furioso aguacero interrumpió el significativo convivio. Antes habían hablado notables oradores. Lerdo de Tejada pronunció un enérgico discurso que subrayó la necesidad imperiosa de castigar a los traidores con la equidad que exige la paz de la República; del deber en que se halla el gobierno de hacer comprender a los trastornadores del orden que hay leyes en el país y dijo que la obra de pacificación es fácil, siempre que tenga por fundamento la justicia.

El 15 de julio el Presidente lanzó su histórico manifiesto a la nación. Por otra parte en su correspondencia privada, Juárez confió que los gobiernos extranjeros no se mezclen en nuestros asuntos domésticos. Escribió: “Me congratulo por el término feliz que ha tenido la guerra injusta provocada por las potencias monárquicas del viejo mundo, con visión absurda de derrocar nuestras instituciones republicanas”.

Mientras tanto, un día antes, el Consejo de Guerra, presidido por Mariano Escobedo, dictó sentencia de muerte contra Fernando Maximiliano de Habsburgo, Miguel Miramón y Tomás Mejía. Se dispusieron los preparativos para cumplir la orden.

Maximiliano solicitó a Carlos Rubio, dinero para que se embalsame su cadáver. “Lleno de confianza me dirijo a usted estando completamente desprovisto de dinero, para obtener la suma necesaria para la ejecución de mi última voluntad. Deseo que mi cadáver sea llevado a Europa, cerca de la Emperatriz Carlota, confío esté cuidado a mi médico el Dr. Basch. Usted le entregará los recursos necesarios para el embalsamiento y transporte, así como para el regreso de mis servidores. La liquidación de este préstamo se hará por mis parientes, por la intervención de las casas europeas que usted designe o por pagarés enviados a México”.

Hubo peticiones de la gracia de indulto a favor de Maximiliano. El gobierno respondió: Examinadas con todo el detenimiento que requiere la gravedad del caso, está solicitud de indulto y las demás que se han presentado con igual objeto, el Presidente de la República se ha servido acordar que no puede accederse a ellas, por oponerse a este acto de clemencia de las más graves consideraciones de justicia y de necesidad de asegurar la paz de la nación.

Juárez, con la serenidad y ponderación de un estadista, contesta con frases que por fortuna la historia recogió: “Han padecido mucho por la inflexibilidad del gobierno: hoy no pueden comprender la necesidad de ella, ni la justicia que la apoya, al tiempo está reservado apreciarla. La ley y la sentencia son el momento inexorables porque así lo exige la salud pública. Ella también puede aconsejarnos la economía de sangre, y éste será el mayor placer de mi vida”.

Voces nacionales argumentaron que el Archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo se prestó a ser el principal instrumento de esa obra de iniquidad que ha afligido a la República por cinco años con toda clase de crímenes y con todo género de calamidades.

Un día antes de su muerte, Maximiliano escribió al Papa Pío IX: “Al partir para el patíbulo, conmovido vivamente mi corazón, suplico alcanzar el correspondiente perdón. También ruego humildemente a vuestra Santidad, no ser olvidado en sus fervorosas oraciones y, si fuere posible, aplicar una misa por mi pobrecita alma”.

En el Cerro de las Campanas a las siete y cinco minutos del 19 de junio se cumplió el destino. Maximiliano, Miramón y Mejía fueron fusilados. Antes de morir, Maximiliano dio a cada uno de los soldados encargados de disparar sobre él, un maximiliano de oro, moneda de 20 pesos. Austria y Prusia pidieron el cadáver del príncipe, que posteriormente fue entregado a la casa Imperial austriaca.

México volvió a iniciar su ruta republicana. Juárez meditó y se dio  cuenta de la ebullición de diversas corrientes políticas. Entre éstas las del general Porfirio Díaz, quien encabezaba un grupo que buscaba el poder.

En una carta anterior -fechada el 9 de junio – Porfirio Díaz entregaba su lealtad al Presidente Benito Juárez: “Doy a usted las más expresivas gracias por las bondadosas muestras de aprobación que le ha merecido mi conducta y deseo ardientemente contar con ella en adelante. Uno de mis más vivos deseos es que al llegar usted no tenga la necesidad de pensar en el día siguiente  y que los estados estén acostumbrados a respetar las rentas federales y enviarlas al Supremo Gobierno, porque de lo contrario éste se verá en terribles apuros. Puede usted estar seguro de que cuidaré de la inversión de los caudales públicos y que las oficinas podrán dar cuenta desde el primero hasta el último centavo”.

Juárez fue reelegido. El 25 de diciembre de 1867 tomó posesión como Presidente, decidido a reorganizar la República, y especialmente a poner orden en la hacienda pública. Le apremiaba la necesidad de sanar las finanzas.

Su discurso destacó: “Ahora que el triunfo feliz de la República ha hecho que se pueda reestablecer plenamente el régimen de la Constitución cuidaré fielmente de guardarla  y hacerla guardar, por los  deberes que me impone la confianza del pueblo, de acuerdo con mis propias convicciones”.

El Presidente Juárez sentenció: “La leal observancia del pacto fundamental,  por los funcionarios federales y de los estados, será el medio más eficaz para consumar la reorganización de la República; se alcanzará tan importante objeto siempre que  conforme a la Constitución, el poder federal respete los derechos de los estados y ellos respeten los derechos de la Unión”.

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