Ángel Luna Medina
Lecciones de los clásicos: “Cualquiera puede sostener el timón cuando el mar está en calma” (Publio Sirio). Pocos líderes alcanzan la dimensión de estadistas, más allá de la ambición del poder. Centellean nombres como Nelson Mandela, Konrad Adenauer, Churchill, Lincoln…Inquebrantables liderazgos, biografías ligadas a la Historia.



La mañana del 9 de abril de 1936 murió el Maximato ejercido por el expresidente Plutarco Elías Calles, el hombre políticamente más poderoso de México. Con visión de Estado, el presidente Lázaro Cárdenas del Río se armó de valor y determinación política y le marcó un hasta aquí al llamado “jefe Máximo de la Revolución”, obstinado en seguir moviendo los hilos del poder. Mandó al general Rafael Navarro, con militares y policías, a la residencia de Calles, a notificarle su expulsión del país. Un avión lo llevó a Estados Unidos, al exilio forzoso.
Así, Cárdenas acabó con los ocho años del Maximato callista, el capítulo histórico de 1928 a 1936 en el que el expresidente de la República Plutarco Elías Calles era quien realmente mandaba en México, aunque formalmente gobernaron sucesivamente los mandatarios Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez, más los dos primeros años de la administración cardenista. Durante 1928-1936 un fantasma recorría México, manifestado en una filosa afirmación que andaba por las calles: “¡aquí vive el Presidente, pero el que manda vive enfrente!”. Aludía a que el mandatario oficial (el de iure) vivía en el Castillo de Chapultepec, pero el expresidente Plutarco Elías Calles (el mandatario de facto), quien realmente gobernaba, residía a unos pasos, en lo que actualmente es la avenida Mariano Escobedo, colonia Anzures.
“Sufragio efectivo, no reelección” fue la bandera, la luz que encendió la Revolución de 1910 (que causó de 1.9 a 3.5 millones de personas muertas, por las balas, la hambruna y las epidemias). Pero al final de la Revolución, los caudillos militares pronto olvidaron sus votos de lealtad a éste y a otros principios. Fueron plumas al viento o golondrinas migratorias que soltaron su vuelo. Pudo más su hambre y sed de poder. Recurrieron a todas las acciones para perpetuarse: a reformar la Constitución, a los asesinatos, a reelecciones disfrazadas imponiendo en la silla presidencial a sucesores “títeres”, con el fin de seguir manejando los hilos del poder.
En 1920 el Presidente Venustiano Carranza maniobró para designar a un sucesor dócil, pero cayó asesinado. Adolfo de la Huerta fue nombrado mandatario interino. De 1920-1924 el caudillo Álvaro Obregón asumió la Presidencia. Calles ocupó la silla presidencial de 1924 a 1928. Álvaro Obregón se reeligió para el siguiente periodo presidencial, pero ya como Presidente electo fue asesinado el 17 de julio de 1928 en el restaurante La Bombilla, en San Ángel.
En su último discurso presidencial, la retórica de Calles llamó a superar la época de los caudillos, “la condición histórica de país de un hombre a la de nación de instituciones y leyes”. En los hechos, no soltó el poder. Como expresidente de México, lo ejerció durante los siguientes ocho años. El “Jefe Máximo de la Revolución” elegía sucesores leales: Emilio Portes Gil, presidente interino en 1928-1930; Pascual Ortiz Rubio (1930-32), quien renunció y fue sustituido por Abelardo L. Rodríguez (1932-1934). Eran los mandatarios oficiales; Calles, el poder tras el trono. Como sucesor de Abelardo L. Rodríguez, Calles impuso a Lázaro Cárdenas. A sus ojos poesía la gran virtud: era leal, un fiel subordinado. Cárdenas asumió la Presidencia de la República el 30 de noviembre de 1934. Calles echó las campanas al vuelo, creyó que seguiría mandando; colocó a sus piezas en puestos clave del gabinete cardenista. Pero Cárdenas tenía otro proyecto: prefirió anteponer el interés nacional a la lealtad personal. Primero, decidió no vivir en el Castillo de Chapultepec y se mudó a la residencia de Los Pinos.
Era constante la intromisión de Calles en la administración cardenista. El mandatario Cárdenas se resistía. Calles agitaba la política nacional, multiplicaba las presiones en todos los frentes. El 11 de septiembre de 1935 se registró una balacera en la Cámara de Diputados, donde murieron los legisladores cardenistas Manuel Martínez Valadez y Luis Méndez. Cárdenas actuó contra callistas: desaforó a 17 diputados; luego a senadores como Francisco L. Terminel, Bernardo L. Bandala, Cristóbal Bon Bustamante, Elías Pérez Gómez y Manuel Riva Palacio; destituyó a los generales Joaquín Amaro, Manuel Medinaveytia y José María Tapia; desapareció los poderes en Guanajuato, Durango, Sinaloa y Sonora. Un hecho aceleró el fin del Maximato de Calles. Un acto terrorista ocurrido el 5 de abril de 1936: un tren que iba de Veracruz a la Ciudad de México fue dinamitado y murieron 13 personas. Cárdenas no permitió una nueva acción callista. Eligió a México. Pidió la renuncia de todos los seguidores de Calles que ocupaban cargos en el gobierno y desterró a Plutarco Elías Calles.
Parte del legado histórico del estadista Lázaro Cárdenas a las nuevas generaciones son sus memorias. Sobre el fin del Maximato de Calles escribió un consejo: “Los que pasan por la Primera Magistratura del país no deben aspirar a representar mayor autoridad política que el que tiene constitucionalmente: la responsabilidad presidencial. Sin embargo, hay casos en que las sirenas, falsos amigos, gritan: ¡tú eres el rey! …Y cuánta ceguera llega a producir a los que se dejan adular!” Lecciones de los clásicos: Homero, en La Odisea, simbólicamente, enseña a la humanidad cómo Odiseo resistió el canto de las sirenas. Cárdenas decidió no ser una pieza del ajedrez callista. Construyó su propia autoridad y narrativa. Murió el Maximato. Y estalló el presidencialismo. Carranza, Obregón y Calles burlaron el principio de “Sufragio efectivo, no reelección”. Cárdenas sí lo honró.
LA TENTACIÓN DEL MAXIMATO REVIVIÓ EN EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO.
En la adolescencia y tierna juventud, Luis Echeverría y José López Portillo fueron grandes amigos, casi hermanos. Estudiaron en la Facultad de Derecho de la UNAM. Compartieron sueños y aventuras juveniles, como un largo viaje a Chile, experiencia y anécdotas que los hermanó aún más. Cuando Echeverría asumió la Presidencia, fogueó a su amigo por los caminos de la CFE y, sobre todo, de la Secretaría de Hacienda. Ejecutando su facultad metaconstitucional lo hizo candidato presidencial y Presidente de la República (1976-1982). Intentó seguir moviendo los hilos del poder, dejando a leales en puestos clave. López Portillo fue separándolos del cargo, los mandó a embajadas europeas, como Italia.
López Portillo mandó muy lejos a Echeverría. Lo nombró embajador extraordinario, plenipotenciario e itinerante de México, en varios países, pero especialmente en las remotas Australia, Nueva Zelanda e Islas Fiyi. Luego Echeverría regresó a México y seguía muy inquieto, entregado al activismo político. En 1980, en su residencia de San Jerónimo, recibía constantes visitas de priistas aspirantes a gubernaturas. Ante la ola de visitantes a la casa de “Don Luis”, el líder del PRI, Gustavo Carvajal Moreno, atajó esas acciones. Por instrucciones de López Portillo, lanzó un mensaje cifrado a la clase política, acuñando la famosa frase: “El que toca a las puertas de San Jerónimo, simple y sencillamente, se quema…recibe el beso del diablo”.
José López Portillo fue el último político que vivió plenamente las mieles de una presidencia imperial. Pero cuando dejó el poder fue uno de los mandatarios más cuestionados. Le lanzaban punzantes, filosas críticas. Hasta su examigo lo cuestionó. Entonces, dolido, López Portillo mandó publicar en todos los periódicos un famoso desplegado en el que sólo aparecía una frase letal: ¿Tú también, Luis? Parafraseaba al emperador romano Julio César, que al momento de ser acuchillado supuestamente pronunció: “¿Tú también, Bruto?”, lamentando amargamente la traición inesperada. El desplegado fue el punto final de aquella amistad de niños.
En la generación de los tecnócratas en el poder, Carlos Salinas de Gortari fue un mandatario poderoso. Al final de su sexenio se hablaba de que sobrevolaban intenciones transexenales. Usó su facultad metaconstitucional y formó a Luis Donaldo Colosio Murrieta, hacia la candidatura presidencial. Una soleada mañana de noviembre de 1990, en la ciudad de Monterrey, con gran deferencia Carlos Salinas, se lo presentó a George Bush (padre), presidente de los Estados Unidos. Colosio fue asesinado el 23 de marzo de 1994. El magnicidio se sumó a otros crímenes de alto impacto ocurridos en este sexenio: el del arzobispo Juan Jesús Posadas Ocampo, el 24 de mayo de 1993 en el aeropuerto de Guadalajara; el de José Francisco Ruiz Massieu, quien iba a ser el líder de la Cámara de Diputados, el 28 de septiembre de 1994; el legislador Manuel Muñoz Rocha fue involucrado en el caso, pero desapareció.
Tras el asesinato de Colosio, de último momento, Salinas de Gortari eligió como sucesor a Ernesto Zedillo Ponce de León. Cuando Zedillo asumió la Presidencia de la República impuso límites a Carlos Salinas y encarceló a su hermano Raúl Salinas de Gortari. El 28 de febrero de 1995, Raúl Salinas fue detenido. Lo relacionaron con el crimen de Francisco Ruiz Massieu. Al día siguiente, el 1º de marzo, el expresidente Carlos Salinas realizó una huelga de hambre en una colonia popular de Monterrey. Después se fue al exilio a Irlanda.
En Hamlet (William Shakespeare), el príncipe está sumido en un profundo dilema existencial. En su célebre monólogo acuñó la frase: Ser, o no ser … esa es la cuestión.
Los de abajo (el pueblo: mujeres y hombres) dieron la vida por la Revolución de 1910. Al final de la causa, los de arriba (la élite militar, los caudillos, los generales) olvidaron el ideal revolucionario, entregándose a los privilegios del poder. Esta cruda realidad fue retratada en La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán. La célebre novela es nítida fotografía de la élite militar gobernante del México posrevolucionario: sus intrigas, asesinatos políticos, impunidad criminal, violencia, cálculo político, injusticia, corrupción, enriquecimiento ilícito, ambición, cinismo, el autoritarismo e ineficiencia del caudillismo, el proceder maquiavélico, la simulación, el abuso y la lucha por el poder. En La sombra del caudillo aparecen conocidos personajes históricos, con nombres ficticios. Principalmente el Caudillo (retrato de Álvaro Obregón); el villano Hilario Jiménez (Plutarco Elías Calles) y el héroe Ignacio Aguirre (Francisco R. Serrano). La esencia de esta novela histórica es el crimen político, el asesinato del general Francisco R. Serrano, en octubre de 1927, durante el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles. Serrano y colaboradores fueron masacrados en Huitzilac, Morelos, de manera extrajudicial. La matanza fue porque se oponían a la reelección del expresidente Álvaro Obregón, quien sí se reeligió, pero fue asesinado. No hubo justicia en el crimen de Francisco R. Serrano, cometido por agentes del Estado. En 1960 el director Julio Bracho filmó La Sombra del Caudillo, la primera película política en la historia, y la más censurada. Obra maestra del cine mexicano, vista por pocas personas, porque es crítica, expone cómo los ideales de la Revolución fueron traicionados por la élite militar en el poder, que, soberbia, se enriquecía mientras los de abajo seguían en la pobreza. Los caudillos ganadores de la lucha social contra el dictador Porfirio Díaz, una vez en el gobierno, procedieron con métodos similares a los porfiristas. Caudillos que olvidaron la justicia social para entregarse a sus intereses individuales económicos y políticos.

