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Zapata vive


Luz María Mondragón

Una mancha en la historia: el asesinato de “El Caudillo del Sur”, Emiliano Zapata, el 10 de abril de 1919. Sin embargo, el caudillo vive. En los años de la Revolución, el héroe de “tierra y libertad” movió a los campesinos de los pueblos; en el siglo XXI aún inspira conciencias e ideales de lucha social.

Zapata nació el 8 de agosto de 1879. El estallido del esplendor del mítico héroe ocurrió en los años revolucionarios. Pero, aunque la Revolución de 1910 fue la lucha por la justicia social, también significó la furiosa erupción de las pasiones de sus caudillos, sobre todo la lucha por el poder. Se potenciaron intrigas, ambiciones, divisiones, conspiraciones, venganzas entre todas las facciones.

Si los carrancistas habían negado la entrada a la capital a los zapatistas, éstos tampoco permitieron que invadieran sus dominios. Si los constitucionalistas buscaban pasto para los caballos de sus ejércitos en los alrededores de la capital, los zapatistas los hacían prisioneros en los cuarteles sureños.

Quizá fue un presentimiento, pero con la llegada de Venustiano Carranza a la capital, una certeza se apoderó de Zapata, cuando el 21 de agosto de 1914 le escribió al general Lucio Blanco: “Con toda razón, este señor Carranza no me inspira confianza, le veo muchas ambiciones y dispuesto a burlar la obra del pueblo, a arruinar la causa agrarista”.

Días del ayer en que se hacían añicos los consensos y los acuerdos. Dominaban los disensos ideológicos. Para Zapata y seguidores, nacidos de la revolución agraria, el Plan de Ayala tenía tanto valor como las Sagradas Escrituras.

Asesores rojos

A los zapatistas los distinguía una ideología rigurosa y militante. Sus asesores eran brillantes intelectuales. Incluso anarco-sindicalistas de la Casa del Obrero Mundial. Basta mencionar a dos: Antonio Díaz Soto y Gama (devoto y apasionado discípulo del credo del buen campesino de León Tolstoi, y de Piotr Kropotkin) quien se puso a la cabeza por lo que toca a la concepción y perfeccionamiento de las ideas. La doctrina del agrarismo y el culto de los agraristas fueron obra suya; y el francés Octavio Jahn, quien decía ser veterano de la Comuna de París de 1871.
Todos los asesores juntos, revolucionarios profesionales, proporcionaron una teoría: la de “tierra y libertad”. Por supuesto, influían en las decisiones y elecciones del Caudillo del Sur.

Así sucedió cuando, tajante, Zapata decidió no reconocer a Carranza como primer jefe y exigió que todos los revolucionarios aceptaran el Plan de Ayala. Zapata así se lo dijo al enviado carrancista Gerardo Murillo, intelectual de la Casa del Obrero Mundial, mejor conocido por su seudónimo de pintor (Doctor Atl), quien curiosamente fue uno de los promotores de los famosos Batallones Rojos.

Carranza mantuvo inflexible su postura de ejercer plenamente el poder. Eran filosas sus críticas a Zapata. “Esto de repartir tierras es descabellado”, cuestionaba. Para él, los zapatistas eran peones advenedizos, bandidos, forajidos del campo que no sabían gobernar. Amenazó: si los zapatistas no deponían las armas, los atacaría como a bandidos.

Un ideal acribillado

En abril de 1919, Zapata tomó una fatal decisión que selló su destino: confiar en Jesús Guajardo –quien fingió abandonar las filas carrancistas y sumarse a los zapatistas. La mala hora llegó: Zapata y Guajardo se fundieron en un engañoso abrazo. El Caudillo del Sur no supo que se deslizaba hacia la trampa mortal que le tendió el traidor.

Zalamero, el conspirador colmó a Zapata de promesas y regalos. Como el caballo alazán “As de oros”, que fue su montura hacia Chinameca, donde lo esperaba, sigilosa, la traición. Así fue la tragedia:
Después del alba, ese 10 de abril, Zapata montó al “As de oros” hacia Chinameca, con una reducida escolta. No sabía que era la última vez que gozaba los lugares en los que había transcurrido su vida. Donde había cabalgado por estas mismas veredas como rebelde revolucionario. Conocía todos los senderos, riachuelos, cercas.  Al llegar a la hacienda, inició negociaciones con sus “nuevos seguidores”. A las dos de la tarde Guajardo lo invitó a comer. A Zapata no le pareció mala idea.

La guardia formada por carrancistas parecía alineada para hacerle honores al Caudillo del Sur. El clarín tocó tres veces. Al apagarse la última nota irrumpió el instante vertiginoso de la traición: a quemarropa, los carrancistas descargaron sus fusiles sobre Zapata. Dolientes repicaron las campanas.

Guajardo entregó el cuerpo de Zapata a su superior, Pablo González, quien envió inmediatamente un telegrama a Carranza para comunicarle, “con la más alta satisfacción”, la muerte del revolucionario.

La noticia estalló. Para agradar a Carranza, los periódicos expresaron júbilo. Proclamaban que la República se había librado de un elemento dañino. Multiplicaban la propaganda oficial: la muerte de caudillo era el fin del zapatismo, buscaban erosionar la resistencia y desalentar a sus seguidores.  El 16 de abril, Pablo González publicó un manifiesto: “Desapareció Zapata, el zapatismo ha muerto. Él fue simplemente un bandolero”.  Sin embargo, todavía en el siglo XXI nadie ha logrado quebrantar la admiración al héroe. Zapata no es olvido, vive.


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