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Zona de Interés: Lo que no se ve


juan Carlos Carrillo Cal y Mayor

El cine es un arte propio. Ahora bien, puede contar historias de modos menos cinematográficos, basándose en el diálogo, o sólo en las acciones como si fuera teatro filmado. O bien, puede aprovechar al máximo los recursos propiamente cinematográficos: el montaje, la imagen, el sonido. Esto es lo que hace magistralmente esta película del británico Jonathan Glazer, que muestra la vida de Rudolf Hoss, Comandante en jefe del campo de Auschwitz, y su familia en su casa aledaña al campo de exterminio. La película parte de que las circunstancias de ese terrible momento histórico son bien conocidas por el público —en gran parte también por el cine que se ha hecho sobre el Holocausto— y se centra en la vida «normal», terrible en su contraste, de la familia de Hoss. Es un ejemplo elocuente de lo que Hannah Arendt llamó la «banalidad del mal», gente aparentemente normal haciendo o permitiendo cosas terribles: Hoss en reuniones de trabajo hablando de cómo hacer más eficaz el exterminio; su esposa Hedwig (excelente Sandra Hüller, nominada al Oscar este año por Anatomía de una caída) repartiéndose con sus amigas los objetos recuperados de la gente exterminada; o sus hijos coleccionando dientes de oro de los restos humanos. Solamente el perro de la familia parece ser consciente de los horrores que están sucediendo, inquieto constantemente, parece ser como la conciencia que esa familia no tiene, o no puede tener.

Glazer parte de la novela homónima escrita por Martin Amis en 2015, pero sólo tangencialmente. En la novela, Hoss (con otro nombre) es sólo uno de los tres personajes principales; otro es un nazi que lleva una fábrica en Auschwitz y se enamora de la esposa del comandante, y el tercero es un judío obligado a trabajar levantando cadáveres. Siempre a partir de la perspectiva nazi, y manteniendo el significativo título —la zona de interés era el nombre del área de Auschwitz para el régimen, con todo lo que eso implica— la película se centra en la familia Hoss y en su vida paralela a lo que ocurre en el campo de exterminio. En ese sentido, es más importante lo que no se ve, pero sabemos que está sucediendo. Para acentuar esto, Glazer adaptó la locación en que filmaron —situada en la misma zona cercana a Auschwitz, algo significativo para quienes realizan la película, si bien no pudo ser en la casa que fue de los Hoss pues es un espacio de exposición— y colocó las cámaras ocultas (no hay iluminación más que la natural y la de la propia casa), de forma que los actores pudieran recrear una cotidianidad como si estuvieran viviendo su vida, no filmando. Los diálogos, en alemán, tampoco son muy relevantes por lo mismo. No va tanto en ellos lo que se quiere transmitir.

Lo que sí es importante, fundamental, es el sonido. Éste cuenta una historia muy distinta a la que se ve en pantalla. El matrimonio conversa en la cama de noche tranquilamente. Pero de fondo se oyen motores, disparos, gritos… El sonido es más importante en la película que la imagen. Una banda sonora que más que musical a veces se siente sólo hecha de sonidos experimentales. Una especie de alarma con lo que parece un fagot lento y rítmico es el leitmotiv musical, que aparece continuamente. La pista musical que acompaña los créditos finales es en sí misma aterradora. Aunque no todo es el terror: en otra ocasión, un poema de uno de los prisioneros es transmitido con subtítulos, su sonido recreado con las teclas de un piano. Así, la película se toma también algunas licencias cercanas al cine experimental, siempre en función de su objetivo. Al inicio hay casi 3 minutos —se sienten eternos— de pantalla en negro, sólo con la música. En otro momento, del plano detalle de una flor se parte a un rojo intenso que inunda la pantalla, acompañado de un sonido frenético. Pasarán a la historia los planos de una subtrama, la de una niña polaca que escondía manzanas para los prisioneros —una anécdota real que le contó esa niña, ahora anciana, al director— y que fueron grabados con cámara infrarroja, de forma que pudiera ser recogida en la oscuridad sin luz artificial, como quisieron filmar Glazer y el director de fotografía, el polaco Lukazs Zalás (Ida, Guerra fría). El efecto es sobrecogedor. Y bueno, el final guarda una desconcertante e interesante propuesta.

Alguna vez dijo Theodor Adorno que no se podía escribir poesía después de Auschwitz. La hoy bien conocida historia de los campos de exterminio no deja de impresionar por lo terrible que puede llegar a ser la maldad humana. Y cuando el encuentro con el mal no permite la poesía, ni pide una nueva representación del horror que acabe por banalizarlo, entonces el arte —el cine en este caso— encuentra otros modos de contar lo indecible. Y sí, de hacer poesía, hacer arte con los elementos cinematográficos que nos hagan conscientes de lo peor.

(2023) Reino Unido

DIRECCIÓN Jonathan Glazer

GUION Jonathan Glazer basado en el libro de Martin Amis

FOTOGRAFÍA Lukazs Zal

MÚSICA Mica Levi

REPARTO Christian Friedel, Sandra Hüller, Imogen Kogge, Max Beck, Ralph Herforth


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