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Celebrar la muerte en honor a la vida


Aída Espinosa Torres

El día de muertos en México se caracteriza por su singular celebración. Sin importar la región o la clase social, cada cual, según sus posibilidades, rememora a sus difuntos con elementos de este mundo. La fiesta de otoño, el día de muertos, de los fieles difuntos, llega desde octubre, para festejar con algarabía los primeros días del mes de noviembre.

Las calles se llenan de amarillo naranja, de coronas de flor de cempasúchil, la preferida para ofrecer a sus muertos desde la época prehispánica. Se alumbran de veladoras, se decoran con papel picado, ofrendas, música, comida y bebida para vivos y muertos se ofrecen a manos llenas.

La fiesta del Día de Muertos no es sólo lo que decían publicaciones como El Centinela Español en 1880: “En México no hay fiesta sin indigestión popular”, sino que la comida, como argumenta el filósofo J. Pieper, es uno de los elementos importantes en las festividades; es más “un acto de afirmación del mundo, de la vida, es un asentamiento de la realidad mundana, hecha de manera extraordinaria”.

Si nos remontamos siglos atrás, encontramos que la tradición de la ofrenda procede de las ceremonias prehispánicas, costumbre que se mantuvo viva por los indígenas y las clases sociales más pobres. Esta tradición no era tan aceptada ni por la Iglesia ni por las clases acomodadas. Hasta la mitad del siglo XIX se retoma y revalora esta costumbre.

De acuerdo con Edelmira Ramírez, en Alegría, derroche y diversión en la fiesta de los muertos decimonónica, la asignación de la fecha de la conmemoración de los fieles difuntos fue establecida por la Iglesia. Se fija el 2 de noviembre para dedicarlo a las ánimas del purgatorio, decisión apoyada por los Pontífices hacia 1049, estableciendo de esa manera la fecha conmemorativa. Es así como originalmente “el ritual católico para celebrar a los muertos, desde San Odilón, consistía en la aplicación de misas, sufragios, oraciones de diversos tipos, responso, limosnas. La plegaria se vuelve la forma más activa que tenían los vivos para ayudar a los muertos”.

Al fin que para morir nacimos

Antes de la conquista, el Día de Muertos se festejaba todo el mes de agosto, fecha que coincidía con la cosecha del maíz. En la época prehispánica quienes morían iban a tres lugares:

Al Tlalocan, los que perecían una muerte relacionada con el agua: ahogados o atravesados por un rayo. Al Ichan Tonatiuh Ilhícatl se dirigían los guerreros caídos en combate y también las mujeres que morían en el parto, porque para nuestros antepasados el proceso de parto era una guerra. Al Mictlán, que era una especie de inframundo, llegaban los que morían de cualquier otra manera. El historiador Eduardo Matos Moctezuma afirma que en el universo prehispánico se consideraba que la muerte y la vida se encontraban unidos “siendo una consecuencia de la otra”.

En la religión cristiana es importante el concepto y símbolos alrededor de la resurrección del cuerpo y la inmortalidad del alma. Se niega la muerte en la obstinación de la inmortalidad del alma.

Poco a poco hubo un proceso de sincretismo entre la tradición indígena y la religiosa y con ello se consolidó como fiesta tradicional a lo largo y ancho del país. En la tradición indígena el primero de noviembre se dedica a los muertos chiquitos y el segundo a los adultos. La tradición de construir altares y colocar ofrendas vistosas estaba relacionada totalmente a un culto prehispánico. La Unesco declaró en 2008 el Día de Muertos como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.

Fiesta alrededor de la comida

El Día de Muertos es la fecha en que el alma de los difuntos tiene permiso de regresar. La muerte visita a los vivos. Regresan una vez al año para convivir con sus familiares y disfrutar de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares colocados en su honor.

Al conmemorar esa fecha siempre se ha concedido especial importancia a la comida. El compromiso de deleitar a los difuntos es un elemento central del festejo que no sólo era exclusivo de los indígenas, sino de las diversas clases sociales y, dependiendo de la región, el menú variaba.

Ese día se festejaba con innumerables platillos: calaveras de dulce y alfeñique, obispos de dulce, chocolate, frutas frescas y cubiertas, mole de guajolote, cabezas enchiladas de becerro, borrego o chivo cocidas al horno, la barbacoa; el chacualole, que era un dulce de calabaza hervida en agua con piloncillo y pepitas enteras, tejocotes, panes de muerto, turrón de almendra, dulce de chilacayote y calabaza, fruta de horno, puchas, y marquesote. No podrían faltar las aguas frescas, bebidas fermentadas, pulque, aguardiente y vino.

El día de los difuntos la comida tiene un valor especial, se asocia a la manutención de la vida y justamente se celebra la muerte afirmando la vida.

De muertos y tragones están llenos los panteones

Otro ritual insoslayable ha sido la visita a los panteones. Ahí confluían todas las clases sociales. Un periodista de nombre Juvenal, narra en 1872, en la Revista Semanal: "El día consagrado a los difuntos, toda la familia se traslada al cementerio desde las primeras horas de la mañana. Allí, sobre la tumba de sus muertos, colocan lo que llaman la ofrenda, flores, frutas y velas de cera; se sientan alrededor y permanecen todo el día; a las doce almuerzan de la colación que llevan consigo, liban todo el día del colosal jarro de pulque y, de esta manera, como ellos dicen, lloran el hueso”.

También narra la doctora Edelmira Ramírez que después de la visita a los panteones, que terminaba a las dos de la tarde, las clases acomodadas realizaban paseos en el Zócalo y en la Alameda, y más tarde asistían a la imprescindible representación del Tenorio u a otro tipo de representaciones, como las calaveradas. Las clases bajas disfrutaban con los títeres, que se presentaban en el Zócalo.

Todas esas costumbres populares que se realizaban el Día de Muertos daban mucho que decir a los periodistas de la época, criticaban el hecho de recordarlos sólo una vez al año. Advertían que el recuerdo y el pesar por los ausentes poco tenía de sincero, así Gutiérrez Nájera afirmaba: "Hoy es el día en que, para quedar bien con los vivos, nos acordamos de los muertos. Pudiera creerse que expulsamos a los difuntos de los demás días del año con el fin de que no nos estorben, y que nada más les permitimos salir, esto es, recibir en su casa, el día dos de noviembre”.

Y así había quienes reprobaban las costumbres mundanas de conmemoración a los difuntos, se indignaban porque les parecía que se iba a profanar los sepulcros con tanto ruido y algarabía y finalmente había quienes hacían su crítica del lado mercantil, ya que la fiesta de muertos derivaba en una serie de consecuencias económicas positivas, pues se generaba una considerable derrama de dinero, desde los productores de flores, los que labraban la cera, hasta arquitectos y escultores al diseñar o remodelar los santuarios, o las modistas, que veían llegar ese día con ilusión.

En la actualidad, millones de personas reviven la tradición honrando la memoria de sus muertos colocando sus ofrendas y llenando las casas e iglesias de flores. En el centro del país se colocan megaofrendas, hay puestas en escena en torno a la fecha, se organizan visitas a los panteones, se va al desfile que se realice en Paseo de la Reforma y en Mixquic o Xochimilco; hay paseos en trajineras, representaciones de La Llorona, o intercambio de ofrendas entre parientes.

En los estados de la República, algunos puntos se vuelven destino turístico obligado, como Pátzcuaro o Janitzio, donde desde temprano se preparan los platillos preferidos de los difuntos, se organizan procesiones hacia los panteones y bailes típicos. La vendimia se expande y los vivos disfrutan del festejo y de la comida junto con sus seres queridos. 

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