El 4 de enero de 1926 murió el jalisciense Manuel Caballero, considerado el fundador del periodismo moderno. A casi cien años de que se instaurara el Día del periodista, aún nos cuestionamos sobre la objetividad de la información, la imparcialidad del reportero y en general de los periodistas.
Pero en la era de las Tecnologías de la Información no cabe la discusión sobre estos conceptos, más bien lo que queda claro es que la profesión se ejerce con total parcialidad y la pregunta debe oscilar hacia otro escenario: ¿Es válido?
En la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, en la carrera de Ciencias de Comunicación, desde mediados de los años 70 se afanaban en exponer teorías de la comunicación, el papel destacado de la ideología dominante y su imperiosa pretensión de manipular y distorsionar la realidad.
Se leían textos como “Para leer al pato Donald”, de Dorfman y Mattelart, relacionado a comunicación de masas y colonialismo, o “Comunicación & Aldea Global”, de Marshall McLuhan, donde se plantea la concepción de que “el medio es el mensaje”, para concluir, desde entonces, que la objetividad no existe, no solamente por el enfoque que se da a la información ni porque no se consignan los puntos de vista de todos los involucrados en un asunto, sino porque no se es objetivo desde el momento que se elige una fuente.
Así, la objetividad es una quimera, dado que la verdad absoluta no existe y porque la imparcialidad jamás se ha practicado, ni antes ni ahora.
Sin embargo, 50 años después, algunas organizaciones y profesionales de los medios siguen insistiendo en la objetividad y la imparcialidad como valores del periodismo moderno. Se hacen recomendaciones como las de ser equilibrado con los temas y los puntos de vista; incluir una amplia gama de opiniones, de visiones opuestas; asegurarse de que ninguna corriente de pensamiento quede excluida del reportaje; planteamientos verdaderamente esquizofrénicos o por lo menos faltos de seriedad, entre muchos otros lineamientos imposibles de cumplir, además si se toman en cuenta a los intereses político económicos de los líderes de opinión y los dueños de los mass media.
En aquel entonces se formaba a los comunicadores, por lo menos en la UNAM, en el cumplimiento de ciertos estándares protocolarios de investigación y redacción, de acuerdo con los géneros de información, de interpretación o de opinión –con argumentos válidos–, fundamentadas en datos, cifras, estadísticas y, por supuesto, bajo consideraciones éticas a partir de valores universales como la justicia, la libertad, el respeto, la integridad, la honestidad.
Sin embargo, lo común es que los medios tiendan a enmascarar la “editorialización” que hacen de la información y la ocultación o marginación de aquella que no abona a sus intereses. Este tipo de periodismo no ha cambiado sus formas y contenidos, incluso se ha exacerbado el tratamiento banal que se hace de ella. Lo que vende es lo que entretiene, el amarillismo que hipnotiza, porque la población quiere saber todos los detalles de las tragedias cotidianas, pero no sus causas ni consecuencias, ni mucho menos la mueve a asumir formas solidarias de participación social hacia la búsqueda de soluciones. Somos entes políticos, pero la política se volvió un estigma incluso para el político profesional.
Ahora bien, aunque el periodista trate de ser objetivo, está sometido a pautas que dicta la casa editora para la que trabaja que lo obligan a ser deliberadamente parcial.
De propaganda política a periodismo de investigación
Por otro lado, hay que recordar que el periodismo que se ejercía en los albores del siglo XX surge como propaganda política. Se trata de textos o discursos que buscan incidir en la opinión de los ciudadanos y sumar adeptos a una causa para que adopten determinadas conductas disruptivas que validen la desobediencia al sistema. Se enfoca en una sola postura o aspecto del argumento. No lo impulsa la búsqueda de la verdad sino el llamado a transformar realidades. Sus mensajes se hilan en torno a una verdad que no admite antítesis.
Estos primeros periodistas se formaron en las ideas positivistas, marxistas y anarquistas con las que construyeron su compromiso social; ellos crearon sus propios periódicos para la difusión de sus ideas revolucionarias y sus reflexiones sobre el acontecer nacional. No es información sino propaganda política que asume un compromiso social, aun cuando esta no llegara a las mayorías; su objetivo era la formación de cuadros y líderes sociales. Es, en síntesis, una invitación a tomar partido, una postura por las causas de los más desprotegidos.
El siguiente es un texto de Ricardo Flores Magón, uno de los ideólogos de la Revolución, influido por el anarcocomunista ruso Piotr Kropotkin, donde se puede apreciar esa intersección entre propaganda y periodismo.
Al pobre no le beneficia la patria porque no es de él. La patria es la propiedad de unos cuantos que son los dueños de la tierra, de las minas, de las casas, de las fábricas, de los ferrocarriles, de todo cuanto existe; pero al pobre se le inculca desde su niñez que ame a la patria para que esté listo a empuñar el fusil en defensa de los intereses que no son suyos, cuando sus amos comprenden que esos intereses están en peligro y hacen que los intereses materiales son la patria, que incluso la burguesía no se opone a una inversión extranjera cuando ésta no tiene por objeto despojarla de sus propiedades y hasta es solicitada la invasión cuando los rifles invasores pueden prestar algún apoyo al principio de propiedad privada, cuando ese principio está en peligro de desplomarse a las recias embestidas de la justicia popular. Los políticos que tanto hablan de la patria tienen su dinero en Estados Unidos o Suiza y sus hijos estudian en universidades del primer mundo. ¡Vaya patriotas!
Éste es un claro ejemplo de periodismo con su dosis de propaganda, pero no carente de verdad, muy comprometido, que eligió una postura, y por lo mismo sufrió persecución, encarcelamiento, la muerte. La otra postura fue la que se sumó al poder, la que a cambio de elogiar obtuvo privilegios. En la actualidad ambas posturas siguen vigentes, algunas más sutiles que otras, las más desde las trincheras de la intelectualidad o asumiendo la neutralidad al cumplir con los protocolos de investigación.
Hay una serie de factores que influyen en el trabajo de un periodista: sus valores, ideas y creencias, sus hábitos, la propia educación, y como empleado, la línea editorial del medio para el que trabaja.
Alfonso J. Palacios Echeverría, de El País, plantea que “es más honesto partir de la base que nadie es neutral y no seguir alimentando el mito de que un periodista, o el periodismo en general, los medios de comunicación en general, son neutros”. Para él, la objetividad de la información es una exigencia moral de honestidad intelectual en la tarea profesional de los periodistas”.
El meollo del asunto, y así lo reconoce Palacios Echeverría, es que la objetividad es simplemente un método y un estilo de presentar información y se puede resumir en dos características principales: separar la verdad de la opinión.
Tratando de rescatar la ya obsoleta objetividad, Palacios propone que al proceder a la elaboración de un relato de análisis no debería haber una valoración personal, no expresar juicios, ni aportar estimaciones. El recurso, dice, está en recoger las valoraciones de expertos o de personas implicadas en los hechos que se interpretan. Aunque es lo suficientemente “objetivo” para reconocer el riesgo de que “estas opiniones podrán reforzar la valoración que el propio periodista tiene de los contenidos analizados”. Habría que agregar que los expertos tienen sus propias tendencias, posturas y tintes ideológicos. Y si el periodista las conoce, al recurrir al experto solo estará apuntalando su propia postura.
En conclusión, la objetividad es un mito, y para ser honestos muchos de los periodistas deberían ubicarse en el nicho de los artículos de opinión.