Roberto Ehrman1
“Que la libre determinación es a los pueblos indígenas lo que la libertad es a los individuos: su razón de ser y estar sobre la Tierra”2
Jorge Alberto González Galván
En agosto de 2001 se reformó el artículo 2 de la Constitución Política para dar cabida al reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas. La reforma, como es bien sabido, no logró los resultados esperados por los Acuerdos de San Andrés, al contrario, creó más problemas de los que pretendía resolver.
El pueblo mexicano se constituye por un 10 por ciento de personas que pertenecen a pueblos y comunidades indígenas, quienes, a partir de la recién reforma del artículo 2 constitucional, ya son sujetos de derecho público con personalidad jurídica y patrimonio propio3.
En los últimos años, finalmente, el Congreso federal ya pudo contar con representantes pertenecientes a pueblos y comunidades indígenas.
La última reforma constitucional en materia de derechos de los pueblos y comunidades indígenas constituye, sin duda, un gran avance en la materia, sin embargo, siguen subsistiendo una serie de retos a superar.
Existen, en efecto, otros obstáculos más profundos y menos visibles que impiden el reconocimiento real de la autonomía de las comunidades y pueblos indígenas, y se encuentran en el terreno de los prejuicios conceptuales y de la falta de un serio análisis y comprensión de su cultura política y social.
El primer obstáculo radica en una profunda incomprensión de la concepción del derecho en las culturas indígenas.
La palabra “derecho” en la cultura indígena representa la expresión de valores y reglas pertenecientes a una tradición ancestral, en su mayoría oral, de carácter místico y religioso, en la que el “deber ser” se enfoca en establecer y garantizar una relación armónica entre la comunidad y el entorno natural con el cual convive.
Esta concepción es radicalmente diferente a la occidental y moderna, que concibe al derecho como el producto de la voluntad del pueblo manifestada por sus representantes en los órganos políticos soberanos.
En efecto, en la cultura indígena el “derecho” no es creado por las personas, no es un producto de la voluntad humana, es la manifestación de reglas de carácter ontológico y cosmológico que siempre han existido y que se manifiestan en la naturaleza en sus distintas modalidades de ser.
Por otra parte, la cultura jurídica moderna concibe el derecho como una estructura jerárquica de normas que descansan sobre la Constitución como norma suprema, y en la cual los Derechos Humanos, que constituyen el contenido del primer capítulo del primer título, representan los elementos sustantivos que le dan orientación y significado político y social.
Con base en esta concepción, el derecho moderno es producto de la voluntad humana orientada a la realización progresiva de ciertos valores (“derechos”) individuales y sociales.
Ahora bien, el origen histórico y conceptual de los Derechos Humanos está sustentado sobre un individualismo axiológico, que vuelve problemáticos a los derechos colectivos, en donde el sujeto de derecho no son los individuos sino las comunidades.
En las comunidades indígenas, en efecto, los individuos no determinan, al contrario, reciben su rol y responsabilidades de parte de una estructura social y política consolidada y constituida de principios de orden ético religioso que se traducen en prácticas constantes y cotidianas.
La comunidad no es el producto, como en las democracias representativas, de la suma de las voluntades individuales de los ciudadanos. Al contrario, los individuos adquieren su identidad política y social a través de su desempeño en responsabilidades y funciones predeterminadas por la tradición y la comunidad.
De allí la importancia que se da a la preparación ética y moral para el ejercicio de los cargos públicos, de la educación familiar y comunitaria, de la pertenencia territorial y de la responsabilidad social (solidaridad).
En este sentido se tiende a borrar el límite entre público y privado, en virtud de que males privados tienen también consecuencias públicas.
Asimismo, para las culturas indígenas no existe la exigencia de un “progreso” moral o material del cual hacer depender el sentido mismo de las instituciones políticas y sociales.
La cultura del progreso no es parte de sus valores sociales porque lo que importa es la tradición, es decir, un conjunto de normas, valores y creencias ancestrales heredadas que sirven como elemento de referencia para la comunidad política. En pocas palabras, el horizonte de expectativas ya está incluido en la tradición, por lo que el futuro tiene sentido siempre y cuando se pueda explicar con el pasado (la tradición).
Es por ello que las comunidades no “progresan”, no porque no puedan, es porque no quieren. El mito del progreso no es parte de su bagaje cultural.
Juzgar a las comunidades con base en los principios del progreso y de los derechos humanos (axiomáticamente individuales), significa, todavía en el siglo XXI, condenar a las comunidades a su desaparición e integración (forzada) social y cultural.
Como corolario de lo mencionado, y consecuencia de él, hay que dar cuenta y subrayar que hasta la fecha no existe, por parte del gobierno Federal como de los locales, un catálogo exhaustivo e integral de “sistemas normativos internos” a pesar de que la Constitución Política los reconozca desde el año 2001.
Este simple hecho evidencia el profundo desinterés de los distintos gobiernos, ya sea locales o federales, en conocer realmente cómo se rigen los pueblos y comunidades indígenas, con qué criterios y con cuáles valores y principios.
El desinterés y el desconocimiento de las formas de vida, de las concepciones del mundo de las comunidades y pueblos indígenas, muchos de ellos diametralmente diferentes de nuestra sociedad moderna y occidental, sigue alimentando un colonialismo cultural, social y político que los reduce a fenómenos folclóricos.
El segundo obstáculo tiene que ver con el problema de la validación de los derechos políticos. Si bien las comunidades están reconocidas como sujetos de derecho público, el Estado en todo momento detiene la prerrogativa de validar (y en general lo hace de manera autónoma, impositiva y no conciliatoria), la legalidad y legitimidad de los procedimientos políticos electorales y de impartición de justicia. Lo anterior, sin tener en cuenta la necesidad de institucionalizar la relación entre autoridades del Estado mexicano y autoridades de los pueblos y comunidades indígenas, a través de la creación de instancias correspondientes, integradas por personal preparado y especializado que provenga de ambas estructuras sociales y políticas.
El tercero tiene que ver con las dos formas y procedimientos de selección y elección de autoridades y representantes. Por un lado, a nivel interno de los pueblos y comunidades indígenas, encontramos que para la selección de las autoridades se lleva a cabo un procedimiento que, al mismo tiempo, es meritocrático y de elección directa.
Por el otro, a nivel externo, se aplica los procedimientos típicos del sistema representativo, que obliga a las comunidades a utilizar una lógica política no conforme a sus principios tradicionales.
Mejor sería la creación de un distrito electoral indígena para las elecciones a cargos de representantes estatales y federales, y que conserve la práctica electoral tradicional.
Sin embargo, para el ejercicio pleno de los derechos indígenas es necesario discutir e incorporar en la legislación estatal y federal, por lo menos, los siguientes temas:
No se puede reconocer la libre determinación de los pueblos y comunidades indígenas, sin el esfuerzo de entender que la moderna concepción de democracia liberal en una forma históricamente determinada de concebir la política y no pertenece a la cultura de los pueblos y comunidades indígenas.
No reconocerlo implica, por parte del Estado mexicano, seguir implementando un colonialismo cultural, social y político que condiciona a los indígenas a una asimilación forzada.