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Estar orgullosos de nuestra historia es clave para el avance nacional


Solangy Moctezuma Chimal

Cuando hablamos de países poderosos en el mundo, suele venir a la mente su economía o su ejército. Sin embargo, hay un factor menos visible pero igual de importante: su nacionalismo. Este sentimiento, que se basa en estar orgullosos de la historia y la identidad de un país, ha sido clave para que muchas naciones logren destacar y mantener influencia en el mundo

El motor de la unidad

En países de Asia como Japón y Corea del Sur, el respeto a los antepasados y a las tradiciones forma parte de la vida diaria. Allí, las nuevas generaciones crecen con la enseñanza de que pertenecen a una cultura milenaria que debe ser cuidada y proyectada hacia el futuro. Esa memoria compartida genera disciplina, unidad y confianza en sus instituciones.

En Alemania, después de los conflictos del siglo XX, el nacionalismo tomó una nueva forma: un “patriotismo constitucional”, basado en el orgullo de su democracia, cultura y capacidad de reconstrucción. Hoy, más del 70 por ciento de los alemanes asegura sentirse orgulloso de su país, según encuestas recientes.

En Estados Unidos el patriotismo es parte de la vida cotidiana. Desde hace décadas son una influencia global a través de su cine, televisión y entretenimiento. La bandera ondea en cada escuela y en cada casa, el himno se canta en los eventos. 58 por ciento de ciudadanos se dice muy orgulloso de ser estadounidense, de acuerdo con la encuestadora Gallup.

¿Cuál es el contraste con México?

En México el camino ha sido distinto. Desde la llegada de los españoles se intentó borrar gran parte de las culturas originarias y se impuso una historia única: se prohibieron lenguas, despreciaron dioses, costumbres y se presentó lo europeo como modelo de civilización. Esa herida sigue presente y ha influido en que nuestro nacionalismo sea frágil y, muchas veces, contradictorio.

La consecuencia de la historia única es que roba dignidad a los pueblos, dificulta el reconocimiento de nuestra igualdad humana, enfatiza diferencias en lugar de las similitudes

¿Qué hubiera sucedido si desde niños nos contaran que nuestros antepasados son los creadores del calendario más exacto de la humanidad, que construyeron una ciudad sobre un lago que nunca se inundó, y edificaron pirámides más grandes que las de otras regiones del mundo? En lugar de eso, nos enseñaron a sentir vergüenza de nuestro origen. 

Los datos lo confirman: según el Censo 2020 del INEGI, 19.4 % de la población mexicana se reconoce como indígena, pero solamente 6.1 % habla una lengua originaria. Oaxaca, Yucatán y Chiapas concentran la mayoría de estas comunidades, mientras que en el norte su presencia es mucho menor.

Lo anterior muestra que, aunque México es reconocido en la Constitución como un país pluricultural, en la práctica todavía hay grandes desigualdades y falta de reconocimiento hacia las raíces originales.

¿Qué papel juega el Congreso?

El nacionalismo no debe entenderse como rechazo al extranjero, sino como la oportunidad de valorar lo propio y fortalecer la unidad. Aquí, el Poder Legislativo tiene una gran tarea:

  • Fortalecer la educación que valore las civilizaciones prehispánicas, no como parte del pasado, sino como base de lo que somos.
  • Dar vida a las lenguas indígenas, reconociéndolas en las leyes y promover que se enseñen y usen.
  • Apoyar proyectos culturales en medios de comunicación que muestren la diversidad de México, en lugar de repetir estereotipos europeos.
  • Reformas que amplíen derechos de pueblos indígenas y afromexicanos, tema que está en la agenda del Congreso de este nuevo periodo.
  • La historia demuestra que los países más fuertes no son los que tienen más dinero o armas, sino aquellos que refuerzan su identidad. Alemania, Japón o Estados Unidos lo han conseguido al reforzar el orgullo de su gente.

México tiene la oportunidad de hacer lo mismo: reconciliarse con su pasado, valorar la riqueza de los pueblos originarios y usar la diversidad como fortaleza. Para lograrlo, más que discursos, es necesario legislar para que el orgullo nacional no sea un recuerdo fragmentado, sino motor de unidad.

Pero también se requiere que dejemos de mirar con vergüenza lo propio, reconocer la grandeza de nuestras raíces y asumir que la transformación colectiva empieza con la transformación individual. 

Ese orgullo no puede limitarse a las celebraciones de septiembre ni a las fechas oficiales; debe practicarse todos los días a través de nuestras decisiones y en el uso del lenguaje, así como en la forma de valorar a los demás.

Solamente cuando el nacionalismo se convierte en práctica constante —y no en un gesto temporal— puede convertirse en la verdadera fuerza de un país.

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