Hacer democracia es, ante todo, creer en la democracia. Creer en ella significa confiar en sus instituciones, valorar los esfuerzos internos y colectivos, la representación y los designios, así como saber que el voto es una aportación invaluable que nos compete y nos convoca diariamente a todos. Sin este principio fundamental, es probable que todo se nos venga abajo.
Hacer democracia es creer firmemente en que ésta puede cambiar nuestra vida como ciudadanos: modificar los espacios públicos, gestionar correctamente los servicios o contemplar, incluso, a quienes votaron distinto. Creer en la democracia es, también, aceptar la importancia del otro; darle el mismo valor dentro de la comunidad con el cual cada uno de nosotros nos juzgamos.
No se trata de un juego de suma cero. Aunque hayamos tardado mucho tiempo en llegar a este punto —en el que las minorías pueden encontrar plataformas políticas que los representen—, pensar hoy en día una democracia liberal en la que —una vez que la voluntad general se ha dado a conocer— se anulen las demandas de los partidos perdedores sería un acto reprobable y autoritario.
Cabe mencionar que ésta no fue una transición del todo agradable: implicó lucha, sudor y desgaste, como muchas de las victorias de los derechos que gozamos. La democracia pluralista, sobre todo en México, representa una adquisición bastante joven. No conocimos la alternancia hasta el año 2000, con la victoria de nuestro expresidente, Vicente Fox, de la mano del Partido Acción Nacional (PAN).
Ahora bien, suponer el funcionamiento correcto de este sistema político que defiende la soberanía del pueblo y su derecho a elegir y controlar a sus gobernantes implicaría que cada uno de los ciudadanos en un país delegara buena parte de su tiempo para supervisar y debatir las acciones que está realizado el gobierno.
Para ello, necesitamos un aparato representativo que defienda los intereses de las personas que votaron por ellos y les dieron su lugar. Un aparato que, mediante el uso de entidades de interés público dedicadas a respaldar el pluralismo democrático, promuevan la participación ciudadana, articulen agendas de acuerdo con ciertas ideologías y puedan negociar dentro del ámbito legislativo; un aparato que sea, a su vez, un acuerdo justo entre los competidores: los partidos políticos.
Giovanni Sartori, el politólogo especializado en el estudio comparativo de esta ciencia social, define a los partidos políticos como “cualquier grupo político que se presenta a elecciones y que puede colocar mediante elecciones a sus candidatos en cargos públicos”. Sin embargo, esta definición representa sólo una parte de la realidad. Compararé la anterior con la que ofrece el intelectual mexicano Jesús Silva-Herzog Márquez.
En Las esferas de la democracia, Silva-Herzog Márquez se apropia de una realidad irrefutable para abrir su reflexión: “sólo la ilusión o la hipocresía pueden creer que la democracia sea posible sin partidos políticos”. Es decir, no habría legitimidad democrática sin procesos electorales competidos y, sobre todo, no habría elecciones sin competidores o partidos políticos.
Son los actores irremplazables de nuestro juego democrático, “conductos indispensables para participar en la batalla por el voto”. En el mismo ensayo, el autor enumera una serie de funciones importantes que cumplen los partidos políticos en las democracias modernas y que resumen las principales acciones que deben cumplir:
1. Ser agentes fundamentales de la representación política y, virtualmente, los únicos actores que tengan acceso a la competencia electoral.
2. Ofrecer claves al ciudadano para descifrar la política. Esto implica la construcción de símbolos, un discurso coherente, una interpretación de la historia, la agregación de ideas e intereses que aclaren la lucha política, marcar el rumbo del debate político (derecha, centro o izquierda), la formación de la opinión pública y la creación de identidades sociales.
3. Actuar como conductos de intereses, con espacios que conecten las fuerzas sociales con las instituciones políticas. Son una instancia de mediación. Los partidos políticos comprimen y agregan los intereses sociales en una plataforma política coherente, además de que interpretan y proyectan la voz de la ciudadanía.
4. Posibilitar la rendición efectiva de cunetas de los políticos profesionales frente a la ciudadanía.
5. Cultivar la legitimidad del régimen político y enseñar democracia.
6. Permitir la negociación entre poderes. Sin partidos políticos, ésta se volvería imposible.
Después de repasar las múltiples funciones que hoy en día tienen los partidos políticos, hay que precisar que “La democracia exige partidos, pero excluye la partidocracia”. Un sistema en el que el poder se concentra solamente en los partidos políticos representa una desviación seria que podría convertirse en un desinterés por parte de quienes ostentan el poder, formando castillos en vez de partidos, cerrando el diálogo y enmudeciendo las peticiones de los ciudadanos.
En conclusión, el mundo de la política sería caótico sin la participación de los partidos políticos. Sin embargo, como dice Silva-Herzog Márquez, “la democracia no se agota en la actividad de los partidos políticos”. En la actualidad, ante la desesperanza que nos infunden los partidos políticos, un movimiento que promueva una aceptación por los órganos encargados de darle sentido a la política —y que exhiba las funciones que realizan diariamente para una ejecución plena de la democracia pluralista— resulta más necesario que nunca.