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Libertad, igualdad y discriminación


Dr. José María Chávez Peña Asesor legislativo / Senado de la República

John Stuart Mill, en el segundo capítulo (De la libertad de pensamiento y de discusión) de su ensayo: “Sobre la libertad”, desarrolló la caracterización de la libertad individual como el dominio interno de la conciencia, o sea, de pensar, de sentir, de opiniones y de sentimientos; la de gustos y de inclinaciones para organizar la vida personal sin causar daños a los demás; y la libre asociación de personas mayores y conscientes, para el logro de fines lícitos.

  Tanto en la concepción clásica representada por Stuart Mill como la prevaleciente hoy día, a la libertad se le puede caracterizar en función de la palabra o palabras que complementan su intención. Así, puede entenderse como libertad de acción, de conciencia, sexual, de trabajo, de tránsito, contractual, tarifaria, política entre múltiples más. Es así, como para Montesquieu (“Espíritu de las leyes”): “No hay palabra que tenga más aceptaciones y que de tantas maneras diferentes haya impresionado los espíritus, como la palabra libertad….” 

Del principio genérico de libertad deriva el derecho a la libertad que puede aplicarse principalmente en tres grandes dimensiones: a) ausencia de presiones o coacciones que obliguen a actuar en algún sentido; b) como posibilidad de realizar determinadas acciones o conductas; y c) en el campo social o de las relaciones interpersonales. Estas dimensiones pueden parecer contradictorias entre sí, pero en realidad se unen en sus particularidades diferencias. 

  Como ausencia de presiones o coacciones se entiende en cuanto a que al hombre no se le puede forzar a actuar más allá de lo establecido en las normas jurídicas. No se le puede obligar, por ejemplo, a no opinar sobre asuntos públicos; a tener un hijo en contra de su voluntad; a aportar al erario público más de lo que las normas fiscales establecen; a trabajar contra su voluntad en algo o al servicio de alguien; o a sufragar a favor de partido político alguno.  

  El individuo puede hacer todo lo que la ley no prohíbe y el Estado, en cambio, sólo lo que la ley le permite. Esto entendido siempre bajo la obviedad de que no se ha rebasar ni invadir derechos de terceros y, en cuanto a que el individuo, en su interacción social, es libre de asociarse, de reunirse y de tener todo tipo de interacción con otros sin más limitación que la licitud de dichas relaciones. 

  En las sociedades democráticas la libertad del hombre está fuertemente acotada por la necesidad de orden en que se encuentra atrapado en virtud de ser, precisamente, ente social. El Estado, a la vez que tutela el derecho a la libertad, constituye en muchos aspectos un dique para su pleno ejercicio interviniendo, directa o indirectamente, en la regulación de la conducta, en la vida y hasta en la muerte de las personas.  

Como individuos buscamos la mayor libertad posible, pero como entes sociales propugnamos por su limitación cuando las acciones de terceros invaden nuestra esfera de derechos. El problema consiste en determinar hasta donde es válida la libertad y hasta donde resulta prudente imponerle límites. El individuo busca mayores cuotas de libertad mientras que el Estado la regula a efecto de que no desborde los límites socialmente convenientes.    

  Sin embargo, no obstante que bajo determinadas condiciones resulta válido que la libertad del hombre sea acotada por el Estado para garantizar la libertad de todos, el Estado no puede ni debe tener un poder ilimitado, pues se caería en el absolutismo como en Cuba, en Venezuela, en Nicaragua, y en Norcorea, en donde las libertades más elementales son limitadas y condicionadas por la voluntad del gobernante.  

En regímenes garantistas imperan los derechos del individuo ante las mismas mayorías democráticas. En este sentido, la validez de los derechos humanos no puede sujetarse a resultados de votaciones por muy democráticas que estas sean. Las acciones de los agentes estatales fuera de las normas democráticas pueden vulnerar las libertades personales y de grupo, impactando en negativo otros derechos como el de la integridad personal y, en algunos casos, la misma vida. 

Por otra parte, para Rosa María Ricoy Casas la igualdad, al igual que la libertad, puede considerarse como valor, como principio o como derecho fundamental. La autora retoma de Bobbio las interrogantes: ¿Igualdad entre quiénes?, e ¿igualdad en qué?. Para el primer caso, señala, […] ha de partirse de la idea de que la igualdad necesita una pluralidad de entes entre los que se trata de establecer qué relación, en torno a algún rango en concreto, existe entre ellos…”; para el segundo, el punto consiste en […] discernir los rasgos, uno o varios, que se predican de ese conjunto de entes diversos, en este caso referido a una o varias personas en cuanto a pertenecientes a una sociedad, o a la humanidad en general…”.  

  En el artículo 24 de la Convención Americana para los Derechos Humanos (CADH) o Pacto de San José, se establece que todas las personas son iguales ante la ley. Al ser todos iguales ante la ley, al margen de desiguales en determinados rangos, la igualdad se erige como la columna vertebral de los tratados universal y regionales de derechos humanos, por lo que, para Rodrigo Uprimny Yepes y Luz María Sánchez Duque, ésta es indispensable para salvaguardar los derechos humanos en los planos interno y externo, pues sobre este principio descansa el andamiaje del orden público. A su vez, la igualdad implica la no discriminación, adquiriendo esta última el carácter de jus cogens y de norma erga omnes. 

  La igualdad y la no discriminación adquieren particularidades en virtud del trato que se les da a las personas por su edad, por su particular situación de marginación, de oportunidades o de resultados. Bajo estos principios se trata de manera distinta a las personas o grupos, para lo que la Convención aclara que no todo tratamiento jurídico diferente es propiamente discriminatorio, pues no toda distinción es ofensiva por sí misma de la dignidad humana. Sólo es discriminatoria una distinción cuando "carece de justificación objetiva y razonable.  

  La Convención establece la obligación de los Estados Miembros a respetar los derechos y libertades reconocidos en ella y a garantizarlos a toda persona sin discriminación alguna. La igualdad y no discriminación corresponden a un derecho independiente o autónomo, pudiendo permear y extenderse a todos los derechos sean o no contemplados por esta Convención.   

  Para la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) la igualdad emana del género humano y es inseparable de la dignidad esencial de la persona, frente a la cual es incompatible todo situación que, por considerar superior a un determinado grupo, conduzca a tratarlos con privilegio; o que, a la inversa, por considerarlo inferior, lo trate con hostilidad o de cualquier forma lo discrimine del goce de derechos que sí se reconocen a quienes no se consideran incursos en tal situación de inferioridad.  

En consecuencia, para la Corte IDH no es admisible crear diferencias de tratamiento entre seres humanos que no se correspondan con su única e idéntica naturaleza. Como se arguyó, no toda distinción es necesariamente ofensiva y discriminatoria sino que, a contrario sensu, puede encaminarse a eliminar o subsanar diferencias. Es así como, por ejemplo, sería absurdo que el Estado mexicano diera idénticas consideraciones de trato a un anciano indígena en situación de pobreza extrema que a otro perteneciente a las familias más adineradas de México.  

  De asumir en su literalidad los términos de una de las acepciones del principio de igualdad del Diccionario de la Lengua Española: “principio que reconoce la equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones”, concluiríamos que esta sólo existe entre “ciudadanos”, dejando fuera a quienes no lo son y por ello no pueden recibir trato igual; en otras palabras, según el ejemplo solo son iguales quienes cumplen con la edad mínima de dieciocho años y son nacionales. La misma ley que reconoce la igualad también reconoce las desigualdades.   

En términos del párrafo precedente no todas las personas son iguales al existir diferencias físicas, de edad, de nacionalidad, de sexo, económicas, intelectuales y de capacidades. La ley, al reconocer estas diferencias, puede identificar inequidades y en consecuencia establecer mecanismos diferenciados para provocar mayor igualdad entre las personas y grupos socialmente vulnerables.

  Por otra parte, la desigualdad no sólo se presenta entre grupos sociales sino entre integrantes de un mismo grupo y entre hombres y mujeres, esto no obstante que los artículos 4o constitucional y 24 de la Corte IDH, establecen la igualdad ante la ley. Dados los términos de estos numerales, se esperaría la existencia de una igualdad sustantiva en cuanto a oportunidades de trabajo y de progreso para ambos sexos, sin embargo, en esta materia falta mucho por avanzar.   

  Para la Suprema Corte de Justicia de la Nación el derecho a la igualdad no genera una igualdad matemática y ciega ante la realidad, sino que se refiere a una igualdad de trato ante la ley. La igualdad es un principio adjetivo que se predica siempre de algo y que, por tanto, se define y actualiza progresivamente a través del tiempo y a la luz de una multiplicidad de factores sociales, culturales, económicos y políticos. En consecuencia, no toda diferencia en el trato es discriminatorio, pues la distinción constituye una diferencia razonable y objetiva, mientras que la discriminación es arbitraria y vulnera los derechos humanos.  


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