Sin duda, el tema político más relevante de las últimas semanas es la propuesta de reforma electoral. Como ha venido sucediendo en los últimos años en el mundo, y México no es la excepción, los temas se ven en blanco y negro, en buenos y malos, en un todo o nada. Evidentemente no puede existir una construcción de acuerdos si la discusión pública se rige por esa medida.
El presidente López Obrador ha planteado una propuesta para realizar una reforma total del Instituto Nacional Electoral (INE). Por su parte, la oposición ha posicionado el tema como un no a la desaparición del INE. Es decir, se coloca el tema del INE como reformar o no reformar. Me parece, que para no variar, se está errando la discusión.
Las instituciones son creaciones humanas, y por lo tanto, susceptibles de renovación, desaparición y creación. Las leyes que forman y regulan a la sociedad siempre serán perfectibles. Solamente las leyes divinas no están a discusión entre los fieles que las siguen. En este sentido, las discusiones desde los extremos no aportan nada y más bien desvían el foco de atención.
Para empezar, hay que entender la evolución del órgano encargado de las elecciones. En el México postrevolucionario, era el gobierno federal quien organizaba las elecciones a nivel federal, y los gobiernos estatales, las elecciones locales, a diferencia de Estados Unidos, donde son los estados quienes organizan todo, no hay un órgano nacional.
Tras el largo historial de elecciones fraudulentas, marcadamente la de 1988, por la presión de sociedad y partidos políticos de oposición, nace el Instituto Federal Electoral (IFE), como un organismo independiente encabezado por expertos. Al no haber confianza en el poder ejecutivo, el IFE fue construyendo de poco a poco los candados para evitar el fraude: credencial de elector con fotografía, boletas foleadas, registro de electores, sorteo y capacitación de ciudadanos como funcionarios de casilla, exhibición de resultados en las casillas al finalizar el conteo, y un largo etcétera. La legitimidad democrática se fue construyendo de poco a poco. Cada vez más la retórica de solo reconocer los triunfos y las derrotas atribuírselas a los fraudes quedaron como discursos sin sentido, o simplemente como justificación ante los malos resultados.
Ni modificación total ni inmovilidad. El debate público debe centrarse sobre si queremos un árbitro electoral más grande o más pequeño, para lo cual debemos cuestionarnos el grado de confianza de que los partidos y gobiernos no harán trampa para ganar. Más importante aún, tendríamos que estar buscando el cómo cerrarle el paso al financiamiento de la delincuencia organizada, o de las contribuciones ilegales en efectivo, a las campañas electorales.
Hasta el momento, al IFE/INE, dependiendo de cada elección, se le han ido modificando y ampliando las funciones para brindar un marco de certeza en las elecciones. Desde 2006 no se han presentado mayores problemas, y las que han surgido, se han dirimido por la vía legal. Por lo tanto, la pregunta no debe enfocarse en el órgano electoral, sino que la pregunta trascendente debe enfocarse sobre si es tiempo para realizar una reformar el sistema electoral y al sistema político.
¿Debemos tener diputados solo de mayoría o solo de representación proporcional? Si son de representación proporcional ¿las listas deben ser regionales o estatales? ¿Listas abiertas o listas cerradas? ¿Por qué no transitar hacia una segunda vuelta electoral, como en casi todo Latinoamérica, para las elecciones presidenciales? Y ya que estamos en eso, ¿Por qué no cambiar de una vez hacia un régimen parlamentario? Adam Przeworski plantea en su reciente La crisis de la democracia, “¿en qué condiciones las instituciones democráticas no fueron capaces de absorber y regular pacíficamente el conflicto?”. A lo mejor, esa es la pregunta que nos debemos hacer.