Fernando Chávez Carrillo ingresó a la Cámara de Diputados a los 17 años, incluso requirió un permiso por escrito de sus padres por ser menor de edad. Su vida transcurrió aquí y lo mismo vivió con asombro la majestuosidad del recinto durante su inauguración y luego el dolor de verlo incendiado. En esta entrevista entreteje sus recuerdos con los grandes acontecimientos como las sesiones en el Centro Médico. Hoy tiene 63 años y 46 de antigüedad laboral; su formación es de Contador, pero él sigue atesorando sueños y desafíos; uno de ellos es estudiar la carrera de Derecho Laboral.
Fernando iba a cumplir 17 años cuando su vida dio un giro que lo colocó sorpresivamente frente a un mundo nuevo que le abrió las puertas de La Fragua, una de las sedes de la Cámara de Diputados. Sus padres tuvieron que autorizar su ingreso, de puño y letra, porque era menor de edad. En sus 46 años de servicio ha visto florecer el palacio de San Lázaro desde sus cimientos, su transformación política, su crecimiento demográfico, su profesionalización legislativa, acompañando los cambios de régimen gestados desde el Zócalo. La remembranza de su historia personal está imbricada con la de la Cámara de Diputados. Testigo privilegiado del acontecer diario, legislatura tras legislatura: el sismo de 1985 que tocó una de sus sedes, el incendio de la Cámara de 1989, los violentos debates generados por los fraudes electorales y mucho más.

Su llegada a la Cámara de Diputados le abrió un mundo nuevo. —Los empleados vestían muy formales. No se diga los diputados, siempre de etiqueta, luciendo trajes Roberts y calzado Florsheim, algunos con sombrero y bastón, sólo como accesorio, como símbolo de la elegancia de aquella época. Los tacones y las medias eran obligados para las mujeres; incluso mi jefe me regaló dos trajes y un par de zapatos de la misma marca para no desentonar con la imagen de distinción, que ni yo me la creía. Mi jefe en Adquisiciones me dijo: “No puedes andar de mezclilla y camiseta corta, necesito una persona que me dé valor agregado”. Cuando mucho tendría unos 19 años. Con un horario de 9 a 3, Fernando disfrutaba sus caminatas por Reforma, la avenida más emblemática de la Ciudad de México que conecta el Castillo de Chapultepec con el Centro Histórico. Entonces vivía al poniente de la ciudad, por Observatorio, en la colonia Adolfo López Mateos Piloto, cerca del Olivar del Conde y caminaba de La Fragua al metro Chapultepec. Desde pequeño le gustó caminar y hace entre 9 y 11 km diarios; y corrió durante 36 años, 10 km diarios. Visitaba mucho las iglesias, más por admirar su estilo arquitectónico que por un sentido religioso. O iba al Zócalo, embelesado con la belleza de la catedral, “que no le pide nada a ninguna catedral del mundo”.
—Me extasiaba con el Palacio Nacional, entonces de puertas abiertas para todos; admirar las pinturas de Diego Rivera, ver la escalinata de mármol con el pasamanos de bronce y de ahí al patio, donde está el Pegaso que todavía existe. Desafortunadamente ya no permiten el acceso. Hasta 1976, la Cámara estuvo constituida por 196 diputados de mayoría relativa y 41 diputados de partido, es decir, 237 legisladores sesionando en el recinto de Donceles, donde ahora se reúne la asamblea del Congreso de la Ciudad de México.
—La estructura administrativa era mínima, porque todas las actividades se reducían a facturar. Tenían una maquinita para elaborar los cheques para diputados, empleados o cualquier persona a la que había que pagar algo. Ahí se elaboraba el cheque, se perforaba, se firmaba y a cobrarlo en el banco. “Había un director general de Administración, un tesorero general y un oficial mayor para la Cámara y otro para la Gran Comisión, que con el tiempo pasó a ser Mesa Directiva. Luis M. Farías era el líder de la Cámara. El control de la institución gravitaba en tres o cuatro cargos. Entonces éramos contratados como supernumerarios, los de base, y de ahí seguía la sindicalización. No existía personal “de confianza” ni de honorarios. Éramos 280 o 300 compañeros sindicalizados; una población muy pequeña que ocupaba el edificio de 12 niveles; el penthouse lo ocupada la Comisión de Relaciones Exteriores. Para sus desayunos, comidas o cualquier otro tipo de celebración, rentaban los hoteles de los alrededores como el Regis, que se derrumbó en el sismo del 85, o el Sanborns.
A partir de 1977, con la publicación de la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales, se suprimió la figura de los diputados de partido y se estableció un sistema mixto; el número de diputados subió a 400; 300 eran de mayoría relativa y 100 de representación proporcional.


En 1980, recuerda Fernando, Luis M. Farías inauguró el nuevo recinto de San Lázaro, aún sin concluir. Para 1986 se incrementó a 500 diputados, porque los de representación proporcional pasaron de 100 a 200. También se incrementó la cantidad de mandos medios y superiores: directores, subdirectores, y hubo nuevo personal. Actualmente somos unos siete mil empleados. Los sindicalizados pasamos de 300 a mil 444 compañeros.
—Cuando Eliseo Mendoza Berrueto presidía la Gran Comisión sucedió el sismo, guardado en la memoria de los mexicanos como una gran tragedia nacional. Desafortunadamente el edificio de La Fragua se recargó en el hotel Casablanca y tuvo que ser evacuado por el riesgo que representaba para los empleados. Yo fui enviado a San Lázaro.
¿Qué perdiste y que ganaste con el cambio a San Lázaro?


—Llegué a San Lázaro en 1983, a Personal, atendiendo el reloj checador, ahora hay un biométrico. Había algunas áreas como el almacén, los talleres gráficos, y otros servicios generales. En este lugar no había nada. Estaba la terminal TAPO, con instalaciones muy diferentes a las de ahora. Daba miedo salir. Había que caminar entre puestos, borrachos, indigentes; y la Merced, no se diga, diableros, comerciantes, rateros, prostitución. Fue un cambio radical. Lo más cercano que teníamos era un Aurrerá, donde podíamos comprar algo. Afuera, por la puerta 1, no había comercios. Tenías que traer tu comida. “Aquí también iba a ser la sede de la Cámara de Senadores, pero finalmente dijeron que no venían a San Lázaro porque aquí era un nido de rateros y que estaba horrible. Lo que es actualmente el auditorio Aurora Jiménez de Palacios iba a ser el recinto del Senado”.
No cabe duda que los tiempos han cambiado porque Fernando Chávez hace una descripción muy distinta de la Cámara de aquel entonces. “No había barrotes perimetrales y se presentaban pocas manifestaciones y tampoco mostraban el nivel de agresividad de las actuales. Las concentraciones se hacían donde está el escudo; invadían la calle, pero siempre fueron muy controladas, muy mesuradas, nunca con pintas ni ocasionaron daño alguno”. “¿Qué perdí? libertad, porque era salir de aquí al metro y de ahí a casa. Ya no pude disfrutar de los paseos de antaño ¿Qué obtuve a cambio? espacio, comodidad, amplitud. Era enorme el lugar para tan pocos empleados que éramos. En 1985 ya estaban habilitadas algunas áreas para ser ocupadas por los diputados y sus equipos en el edificio B y el edificio H; 504 cubículos en total. “La Cámara había sufrido daños por el sismo y se inició la remodelación. No tenía las vigas que vienen desde el sótano; éste se reforzó con vigas de acero, actualmente son de color amarillo. La entrada principal de la Cámara, donde está el escudo, tiene dos columnas en medio que no existían. Todo se reforzó, previendo futuros sismos”.
La llegada al poder de Carlos Salinas de Gortari (1 de diciembre de 1988) convulsionó al país luego de ser acusado de fraude por la oposición, teniendo su mayor prueba en una sospechosa “caída del sistema” de cómputo.
—Afuera del Palacio Legislativo se reunieron unas 10 mil personas para tratar de impedir que tomara protesta. Nosotros recibimos la instrucción de no intervenir si hubiera una intromisión o tomaran la Cámara. Se nos indicó tomar nuestras cosas y salir para evitar una confrontación con los manifestantes. Había gritos y mentadas de madre. Un jaloneo tremendo. “1988 fue un parteaguas. El 1 de septiembre inició la legislatura LIV (1988-1991), así que iniciamos con un nuevo congreso presidido por Guillermo Jiménez Morales, poblano, exgobernador. Fueron las primeras elecciones en las cuales el PRI no logró tres cuartas partes de la Cámara de Diputados y fueron por primera vez electos senadores de oposición. En esa ocasión fueron 32 para un periodo de seis años y 32 por un periodo de tres, dando un total de 64 senadores, dos por cada estado y el Distrito Federal.
Nosotros estábamos afuera en el basamento y escuchábamos como azotaban las curules. Era una nueva legislatura. Sobre la avenida estaban los manifestantes, sin barrotes, muros o barreras de contención que les impidieran su ingreso. Los del Frente no iban a dejar que tomara protesta Salinas de Gortari; aseguraban que Cuauhtémoc Cárdenas había ganado la presidencia”.

El día del informe era también “el día del presidente”. El ritual duraba todo un día de pompa y culto a la personalidad del mandatario en turno, desde que se trasladaba de Palacio Nacional al Congreso de la Unión en un carro descubierto, en medio de una multitud haciendo valla, vitoreándolo y lanzándole confeti. Ahí leía un informe transmitido en cadena nacional, interrumpido una y otra vez por prolongados aplausos. José López Portillo inauguró la actual Cámara de Diputados el 1 de septiembre de 1981 con su quinto informe y en 1990, Carlos Salinas rindió su primer informe en el Palacio de Bellas Artes tras el incendio que afectó el edifico en donde se encuentra el Salón de Plenos de San Lázaro. En esa ocasión el informe fue el 1 de noviembre.
—Antes de Salinas escuchábamos los informes de corrido y eran tediosísimos; iniciaban a las 10 de la mañana y acababan hasta muy tarde. Con López Portillo llegaron a terminar a las 8 o 9 de la noche. Después, las interpelaciones, los gritos, las faltas de respeto a la investidura presidencial, fue creciendo. “El trabajo previo para un informe era exhaustivo. Trabajábamos desde un mes antes a marchas forzadas; a los compañeros de servicios generales los trepaban en andamios para pulir las letras bañados en oro, que formaban la frase Entre los individuos como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz. Había una maquinita automática que bajaba las piezas del candil para limpiarlas y luego otra vez a subir cada una. Después del incendio, de esas letras no quedaba ni una en el recinto. Ahora son de aluminio. Por eso se llamaba Palacio Legislativo, porque era un verdadero palacio.
“En ese tiempo cambiaban la bandera que, por cierto, una familia la elabora a mano. Cuando se empiezan a decolorar, las cambian y las que se desechan, se dice que las mandan al Ejército y allá les hacen su ceremonia con todos los honores antes de cremarlas. “Para las curules originales se utilizó madera fina, caoba, cedro rojo, cedro blanco. La parte interior con la que se forró todo el recinto eran de costales de yute y las barras fueron importadas de la India; no era fácil meterle un clavo a esa madera. De este material era la mayor parte del revestimiento del salón Legisladores de la República. Las luces formaban una diadema frontal con focos traídos de Chicago que se cambiaban con mucha antelación.
“Tuve bajo mi resguardo el Tintero desde 1980, más o menos, y duré con él entre 14 y 15 años colocando en cada sesión las dos urnas de plata. Entregué todo a Apoyo Parlamentario en la LIV Legislatura que presidía el diputado Guillermo Jiménez Morales.

Salinas llevaba ocho meses gobernando cuando se suscitó el incendio en la Cámara. Un día antes, el 4 de mayo de 1989, mi director me pidió abrir el salón Legisladores de la República o Salón Verde, porque iban a colocar unos ceniceros; yo tenía las llaves del lugar. En ese tiempo, los diputados podían fumar sin problema durante las sesiones, no existía la restricción de fumar en lugares cerrados. Entraron dos personas con varios ceniceros de pedestal, parecían de acero inoxidable, como de 70 centímetros de altura con un diámetro de unos 25 o 30 cm. La tapa era una charola de aluminio que servía de cenicero y un boquete lateral como contenedor para la basura. La tapa se retiraba para tirar la ceniza, la limpiaban y la volvían a poner.
También en el recinto se colocaron esos ceniceros. Eran muy pesados. Se sospechó que habían introducido algún tipo de explosivo. “Cuando me dijeron que viniera a rescatar del salón de Protocolo el equipo útil, mi equipo estaba intacto: cafeteras industriales, tablones, sillas, mesas de trabajo; yo rescaté todo. No hubo ningún daño considerable en el equipo.
¿Y los ceniceros?
—No estaban. En el Legisladores de la República eran entre 15 y 20 ceniceros colocados desde la entrada, porque este salón tiene dos puertas de acceso. Tiene forma de U; había también en todo el perímetro de lo que era el presídium y colocaron arriba, donde está la bandera, cuatro de un lado de las mesas y cuatro del otro, en total eran cinco.
Lo que no me queda claro es que si había sospecha de que había explosivos en los ceniceros, no les hubiera pasado nada.
—Cuando yo entré -era 7 u 8 de mayo- ya no estaban. Los primeros que entraron fueron los bomberos, otras personas, pero cuando yo tuve acceso, ya no vi ceniceros en el recinto, caminé por la lateral y por el centro, pero ya no había nada. Igual se destruyeron con el calor, había que ver las vigas retorcidas del recinto, me imagino el calor terrible y todo era flamable: yute, madera, alfombra, piel, la bandera, era triste. Desafortunadamente no había celulares como para grabar y seguramente no me hubieran permitido ingresar con una cámara para tomar fotos, pero hay compendios de fotos del incendio en la Cámara; fue muy triste. Se especuló que había sido intencional, pero de ahí no pasó. Se cerró el caso.
“Cuando me permitieron el acceso -obviamente no había elevador, no funcionaba- subí por las escalinatas y todo olía a quemado, pero me percato, por ejemplo, de lo que es actualmente el mezanine, estaba intacto. Si se hubiera destruido todo el recinto, también se debió haber quemado el palco y estaba intacto. Olía a humo, eso sí. Cuando subí a la planta principal -no existían los torniquetes ni las puertas de cristal- me di cuenta de la dimensión del daño que causó, por ejemplo, al retablo del mezanine estaba totalmente quemado; el lambrín y los difusores de la lámpara, también. “Al subir al primer piso, imaginé que iba a estar todo quemado, y no. Me llevé una sorpresa al encontrar intacto el lambrín, el que da a las puertas del palco, es el lambrín original.
“Cuando entré al Legisladores de la República, obviamente estaban las puertas quemadas, todo estaba totalmente quemado. Por la parte superior se veía el cielo, no había techo, no había nada. Había mucha agua y pedazos de carbón.
“Antes había vigas de acero, grandes, gruesas. Entré y estaba todo inundado. Obviamente, las llamas son muy fuertes por los productos químicos de la alfombra, la madera y los asientos de pliana, hay que imaginar la temperatura que había ahí. De hecho, algunas vigas metálicas estaban retorcidas por el calor.
“Rescaté lo que tenía que rescatar. Lo tuve que hacer solo, porque no permitieron el acceso de ningún compañero para que me apoyara. Tuve que retirar las cafeteras industriales que tienen una tina aproximadamente de entre 68 y 80 litros de agua. Bajé por un diablito y retiré lo rescatable del Legisladores de la República. “Durante la inauguración en 1980 me había dejado impactado lo hermoso del recinto. Mi jefe me dijo “cierra la boca”, porque al entrar quedé maravillado de lo majestuoso que era. El candil en forma de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, que abarcaba de un lado a otro, era algo que no había visto. Entré en el 79, para el 89, diez años después todo estaba destruido. Me quedé parado, caminé por todo el lugar y daba tristeza ver el recinto todo dañado. Todo el cielo se veía”.
—Se especuló que quien les había quemado la casa fue por venganza por el trato que le dieron en el recinto legislativo cuando no le permitían tomar protesta. Como sea, el incendio fue en mayo y los mandaron a sufrir al Centro Médico. Aquí tenían oficinas; allá, un sillón para descansar cuando las sesiones eran largas. Vi diputados disputarse los cojines de los respaldos de los sillones para acostarse en el suelo, salían a fumar o se iban a su coche. Sí, los mandaron a sufrir. “En aquel tiempo, se sesionaba de septiembre a diciembre, no había un segundo periodo en abril -que en 2004 lo ampliaron del 1 de febrero al 30 de abril). Fue una legislatura muy compleja. En ese periodo se aprobó el Tratado de Libre Comercio (TLCAN) ratificado en su carácter de Cámara revisora. “En esa ocasión hubo una sesión maratónica, de 10 de la mañana a las 4 de la tarde del día siguiente. Jiménez Morales era muy estricto en el horario, de hecho, él estaba 5 o 10 minutos antes ya sentado como presidente de la Mesa Directiva. Esa vez fueron 30 horas continuas de sesión. No había recesos, fueron continuas. Durante todo el periodo estuvieron durmiendo y comiendo ahí. “Recordemos que de 1979 a 1982 eran 200 diputados; de 1982 a 1985 aumentaron a 400, y de ahí a 1988 subieron a 500 ¿dónde iban a meter a tanto diputado? En la avenida Cuauhtémoc, los hoteles estaban llenos de diputados y funcionarios.
“Obviamente les daban de comer y cuando las sesiones eran largas les daban de cenar. A veces el servicio no se proporcionaba porque no se preveía que una sesión durara más allá de lo previsto. Metían puntos de acuerdo y la sesión seguía. En esa ocasión no le avisaron al proveedor que iba a haber cena. A las 4 o 5 de la mañana mis compañeros y yo, por instrucciones del director general de Administración, salimos a comprar birria y pozole a Garibaldi.
“En otra ocasión, les trajimos tortas de pavo. Fuimos a Los Guajolotes por 500 tortas. Fue una verdadera hazaña cumplir con la encomienda con la premura de llegar con 500 tortas antes de que concluyera la sesión. Aunque hubo diputados que lo único que querían era retirarse, no una torta. “En esa legislatura es cuando llega la oposición, la izquierda, al Congreso, y se instala la pluralidad. Es la izquierda perseguida, vapuleada, la izquierda beligerante, la de las tomas de tribuna, que finalmente llega al Congreso”.
El oficial mayor junto con Guillermo Jiménez Morales, quien ocupaba la presidencia de la Cámara de Diputados de la LIV Legislatura, formaron una comisión de reconstrucción. El director general de Servicios Generales, ingeniero Rolando Fernández Trujillo, quedó a cargo de la obra. Concluyeron el edificio E que estaba en obra negro. Allí es donde instalaron las oficinas de los ingenieros y de los arquitectos, para tender planos. Le pidieron al arquitecto Pedro Ramírez Vázquez que les construyera un edificio igual al Centro Médico, donde estuvieron sesionando después del incendio, y él les contestó:
—Les puedo construir un edificio, pero no igual, porque la arquitectura va avanzando día con día. Lo puedo construir y lo puedo reconstruir, pero no me pidan que sea igual, porque nunca va a ser igual a la primera obra que se construya.
Ellos se miran entre sí y le dicen: —Pues estamos en sus manos, que se reconstruya similar. “En ese tiempo no existían los auditorios norte y sur; todo era galerías y curules. Del Centro Médico se trajeron la idea de construir los dos auditorios con una capacidad para 100 personas de cada lado. “En efecto, ya no lo reconstruyeron igual; por ejemplo, ese candil en forma de Quetzalcóatl también fue reconstruido porque se cayó. Inicialmente era de vidrio templado, muy grueso. Lo reconstruyeron de acrílico. Pero quedó igual.
Las boletas electorales no se quemaron, las destruyeron; llegaron un fin de semana, me tocó estar presente, nos comenta Fernando. Venían en tráiler, las bajaron con montacargas por las entradas 7 y 8 donde estaba el almacén y el comedor de los empleados, donde estacionan los autos; en toda esa parte metieron los paquetes electorales; los tenían en tarimas de madera para evitar que se humedecieran porque en ese tiempo todavía había un poco de filtración de agua. “Todas empaquetadas, envueltas, por estados de la República. Trajeron a los soldados para que hicieran guardia permanente durante esa legislatura. Inclusive les pusieron camas a un costado de donde estaba la imprenta. Almacén e Inventarios les cedió una parte de su espacio para que instalaran ahí su cuartel militar. No permitían que nadie se acercara a ese lugar porque lo tenían acordonado por unos cuatro guardias permanentes, día y noche.

—Un día, uno de mis hermanos le tomó un peso a mi tía, quien también vivía con nosotros. Mi papá nos formó a todos y nos desnudó. Efectivamente, mi hermano traía el peso dentro del calcetín. Le dio una golpiza con la banda de la máquina de coser, una Singer, de mi tía. Donde le pegaba casi casi le reventaba. Fue salvaje, brutal, inhumano. No conforme con eso, le pidió a mi madre que le diera una bolsa de mandado, de esas tradicionales, hechas de una especie de maya de plástico. Fue por una vela, la prendió y derramó el plástico derretido sobre las manos de mi hermano ¡Le estaba quemando las manos con el plástico fundido! Hasta que murió, mi hermano llevó consigo las huellas de esa tortura.
“SÍ, dejó marcas. En lo que respecta a mi persona, lo tomé de otra manera. Con mis hermanos fue diferente. Desafortunadamente les dejó cicatrices como tatuajes; había cierto coraje, resentimiento, reclamos hacia mi padre por la forma en que los educó. Para mí, siempre ha existido el porqué de las cosas, de que a toda acción corresponde una reacción. Había dos hermanos que ya mayores decían que los dañó, que los afectó y le tenían todavía mucho coraje; pero dos de siete no es una gran mayoría. He platicado con los otros y me decían que así fuimos educados y punto.
Yo no fui educado, fui amaestrado. Sin embargo, mi padre tuvo su lado bueno, nos inculcó su rectitud, sus principios y a ser muy responsables”. Fernando dice que ama la Cámara, que de ella ha recibido muchas cosas, un techo, para él y su familia, una carrera, una manera honesta de vivir. Se le ve complacido por ello y no desaprovecha la oportunidad de seguirse preparando; hoy, a sus 64 años, quiere estudiar Derecho Laboral. Lleva un régimen y una vida saludable para lograrlo.