En 200 años de vida independiente la desigualdad es una constante, en buena medida determinada por las decisiones políticas que tomamos y que nos han llevado a construir el país que queremos, consciente o inconscientemente, aunque hay otros factores estructurales de la economía, como la debilidad fiscal crónica para construir instituciones que garanticen derechos, expandan libertades y tener un país más igualitario y justo.
Esto es lo que puede inferirse del libro “Desiguales. Una historia de la desigualdad en México”, del economista Diego Castañeda Garza, quien se presentó en el recinto de San Lázaro en la primera sesión del Círculo de Lectura CESOP, el pasado 25 de abril. El autor es licenciado en Economía y Desarrollo Internacional por la Universidad de Londres en Reino Unido y maestro en Historia Económica por la Universidad de Lund en Suecia y candidato a doctor en Historia Económica por la Universidad de Uppsala en ese mismo país.
—Tuvo que ver; hay una parte del legado colonial que importa. Éramos una sociedad de castas, una entidad estamental que encontró una serie de justificaciones legales para lograr estas divisiones mediante mecanismos de división de raza, de clase. México se independizó después de algunos siglos de ser una sociedad de ese tipo, pero no creo que sea lo más determinante. En un principio tuvo mucha influencia, pero luego hay un discurso político que pondera el mestizaje, y aunque esas divisiones y racismo persisten en algunos lugares, no es realmente lo que determina la evolución de la desigualdad económica del país. Esto más bien pasa por el ámbito político, por las decisiones que tomamos como una nación independiente.
—Claramente lo económico y lo político siempre han estado mezclados y creo que la desigualdad crea un terreno muy fértil para la polarización. En México, un país clasista, esto se ve incrementado por la misma estructura económica, las mismas decisiones políticas y el efecto que tienen en la desigualdad que agudizan esas mismas estructuras sociales clasistas.
—Me parece que mucho del individualismo mexicano parte de que el Estado se volvió tan precario que genera cierta actitud entre las personas de que cada quien ve para sí mismo y se pierde conciencia de lo colectivo. Es una herencia de los 80, a raíz de la crisis del 82, la del 85, que se profundizó con la del 95. Todavía seguimos viendo los efectos de esas crisis.
—No es que México no pueda, México no ha querido, es un tema completamente de voluntad política y tengo mi hipótesis, muy parecida a lo que pasaba en los años del priismo tradicional de los 60, 70. A final de cuentas el régimen político mexicano sigue estando coludido con el poder económico. En la medida en que el poder económico tiene cierto poder de veto sobre las decisiones políticas, pues no se quieren conflictos; no quieren asumir los costos políticos de romper ese pacto. Pero a final de cuentas es una tarea colectiva, de construcción de conciencia, de pedagogía de entender el problema, cómo se conecta con otros problemas y plantearnos el tipo de país que queremos.
—No lo sé, no tengo evidencia, pero qué les impediría hacerlo. Solo hay dos respuestas posibles.
Una es que no quieren afrontar los costos políticos y prefieren patear el bote al futuro y el otro es que sí haya cierto acuerdo.
—Depende de cómo lo hagan. Pueden diseñarlo para que solo afecte el patrimonio a partir de ciertos niveles; es relativamente fácil diseñar un impuesto que grave las grandes fortunas. Aquí se trata claramente de voluntad política. Hay una falta de pedagogía desde lo público para discutir esos temas con la población, en lugar de hacer un esfuerzo de explicar qué es lo que quieren hacer, cómo lo van a hacer, para qué sirve, qué quieren financiar y quién lo va a pagar. Se puede explicar una reforma que plantee cuántos puntos del PIB se requieren para pagar un sistema de salud, que no le falten medicinas a nadie ni atención médica, por ejemplo, y plantear cómo se va a distribuir el costo de esos servicios; qué porcentaje lo asumirán los ricos, cuánto le va a tocar a las clases medias y a los pobres de México. Me parece que no es muy difícil hacer ese trabajo pedagógico, pero hay cierto temor de hacerlo.
—Creo que en general los políticos mexicanos no se toman muy en serio a su población, y nos tratan un poco como niños, se resisten a hablar los temas difíciles con nosotros y nos pintan todo color de rosa, cuando es tiempo de tener una gran conversación nacional en la que nos pongamos de acuerdo hacia el tipo de país que queremos en el mediano o largo plazo. Ese México tiene ciertos costos, el desarrollo cuesta; el desarrollo no es barato. Tener un sistema de salud universal, un sistema de bienestar en general es costoso y se necesita discutir cómo vamos a distribuirnos la cuenta. Es lo que tenemos que hacer.
—Hacienda, claro, es parte de su chamba, pero sería el presidente de México el que ordene que se haga. El Congreso lleva una parte de responsabilidad en esto, porque todas las propuestas deben estar amarradas a un presupuesto realista, pero al final, la discusión de fondo es que la decisión tendría que venir desde la presidencia de la República, aunque fuera una secretaría la encargada de concretar el proyecto, pero las acciones de los secretarios son acciones del presidente, porque el Ejecutivo es indivisible, solo reside en una persona y la responsabilidad política tiene que venir de la máxima autoridad política que tenemos.
¿Qué voy a encontrar en tu libro?
—Mi libro es una historia de la desigualdad en México, desde la Independencia hasta el presente; es una historia sobre qué sucesos, qué eventos han ocurrido en el país que nos han hecho más iguales y qué sucesos han ocurrido en el país que nos han hecho más desiguales, qué lecciones nos dejan, qué aprendemos de las crisis que hemos tenido como país y los impactos que han tenido en la distribución del ingreso de la riqueza. Qué aprendemos de ciertas reformas que hemos hecho y que han tenido un efecto positivo o negativo en la desigualdad. El libro usa la historia de cierta forma como pretexto para hablar del presente.