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Oppenheimer: El castigo de Prometeo


Juan Carlos Carrillo Cal y Mayor

El parteaguas del siglo XX fue la invención de la bomba atómica, que puso término a la Segunda Guerra Mundial pero dio inicio a la Guerra fría, determinando hasta hoy el poder geopolítico. Se le conoce como el «padre de la bomba atómica» al científico estadounidense J. Robert Oppenheimer, un auténtico genio, pasional y de fuertes ideas políticas, así como una mente privilegiada que se codeaba con Einstein y cuya reputación cayó en desgracia en los años 50 por rencores políticos. Su interesante vida, tan ligada a los avatares del siglo pasado, es ahora llevada a la pantalla por el cineasta Christopher Nolan en una película narrativa ambiciosa y técnicamente prodigiosa que marcará época.

A partir de la biografía de Oppenheimer American Prometheus, ganadora del Premio Pulitzer, Nolan escribe un guion tan interesante como denso. Fiel a su estilo de juegos narrativos, marca desde el inicio un montaje paralelo (en color y blanco-y-negro respectivamente, como hiciera en Memento) que más que una cronología doble señala dos puntos de vista (el de Oppenheimer —incluso escrito en el guion en primera persona— y el del político y ex presidente de la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos, Lewis Strauss, figura clave en la vida del científico después de la bomba) que se titulan significativamente «Fisión» y «Fusión». Finalmente es una biopic, y aunque bien contada, Nolan no quiso o no supo acotar la cantidad de personajes aludidos, por lo que exige al espectador buena atención y buena memoria.

Es meritorio que una película de esta temática, que transcurre en su mayor parte en oficinas de gobierno, aulas universitarias y laboratorios, y que está sostenida sobre todo por los diálogos (por cierto, muy buenos) sea técnicamente relevante. Pero lo es y mucho. Tanto así que ha sido el principal atractivo de la película. Nolan —un radical del celuloide que se niega a filmar en digital y que duda en llamar «cine» a lo que no se proyecte en una sala, hasta el punto de estrenar Tenet en salas y no en streaming en plena pandemia— filmó esta película en celuloide y con cámaras IMAX. Se precia de no haber recurrido a imágenes digitales (CGI) por lo que, para filmar la explosión de Trinity (la bomba atómica de prueba que estallaron en el desierto de Nuevo México), generó una bomba real (aunque no atómica como llegó a especularse ingenuamente). El sonido hace otro tanto, y Nolan asocia los estallidos y vibraciones no sólo a la bomba sino a las trepidaciones internas de su protagonista. La poderosa música del oscarizado sueco Ludwig Göransson —a quien Nolan acudió para Tenet y Oppenheimer puesto que Hans Zimmer está embarcado en las películas de Dune— completa el efecto.

El reparto está lleno de estrellas, algunos de ellos con apariciones muy breves pero significativas. Si bien Cillian Murphy es uno de los actores recurrentes de Nolan, su cima es esta interpretación de Oppenheimer que bien valdría un Oscar, aunque el personaje está dentro del espectro del tipo de personajes que Murphy ha interpretado. Más notoria es la transformación de Robert Downey Jr. en el político Lewis Strauss. El colérico General Groves que interpreta Matt Damon ofrece contrapeso al flemático Oppenheimer. Por la trama es un reparto principalmente masculino, con las excepciones de Florence Pugh y Emily Blunt que interpretan a las dos sucesivas esposas del protagonista. Esta última va tomando fuerza en la película hasta convertirse en uno de sus puntos más fuertes.

Eso sí, ni esperar algo de humor, ni momentos de acción como Nolan ha sabido hacer en otras de sus películas, puesto que aquí la trama no los incluye. Lo que sí incluyó ahora y que no había antes en su cine son escenas sexuales, hasta el punto de que el personaje de Florence Pugh tiene más tiempo desnuda que vestida en pantalla. Aunque consigue una sorpresa en la trama hacia el final, quizá Nolan se apegó demasiado al libro, con un guion poco reposado en tiempo —la biografía llegó a sus manos apenas en el rodaje de Tenet— y se enreda demasiado en las intrigas políticas de sus personajes, cuando bastaba el gran drama de su protagonista: ser el inventor de un prodigio científico que se convierte en un instrumento de muerte. En ese sentido, los remordimientos del protagonista presentados en espeluznantes metáforas cinematográficas son de lo más potente. Una historia real en cuyas consecuencias aún vivimos, pero de profunda raíz, hasta el punto de ser comparable al mito: fue Prometeo quien llevó el fuego a los hombres, dándoles también con ello el poder de destruirse.

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