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Pinocho, de Guillermo del Toro: Lo extraño como bueno


Juan Carlos Carrillo Cal

Efectivamente, la historia del muñeco de madera que quiere ser un niño de verdad contiene en su núcleo la historia que el director mexicano ha contado una y otra vez y con la que dice identificarse: un personaje extraño pero bondadoso, rechazado por la sociedad, pero que encuentra a alguien que lo quiera sin miedo.

Es la esencia de sus películas más célebres: El espinazo del diablo, El laberinto del fauno, La forma del agua y ahora Pinocho, que Netflix ha hecho posible, sin duda con la mira en el Óscar a la mejor cinta animada.

Siendo una película que puede ver un público infantil (a diferencia de las otras películas de «fantasía» de este director), la historia es mucho más compleja que el cuento clásico y un tanto más oscura. Sobre todo, por el duelo del personaje de Gepetto, quien perdió a un hijo y no logra superarlo.

Al ubicarla en la Italia de Mussolini —el cuento original situaba la trama en el siglo XIX— Del Toro lleva a cabo otro recurso muy suyo: mezclar ficción con un conflicto bélico histórico, a ser posible mostrado de forma maniquea. Así, en vez de que Pinocho sea llevado a la «Isla de los juegos», en esta versión es enlistado en las juventudes fascistas al considerar que será el soldado ideal porque no puede morir.

Al respecto, la cinta muestra su lado más complejo e interesante en torno de la inmortalidad de Pinocho, que viaja al inframundo y dialoga con la Muerte: una esfinge/quimera, hermana del Espíritu del bosque que le dio la vida a Pinocho —con apariencia de ángel bíblico— ambas con voz de Tilda Swinton y rostro parecido a los monstruos más famosos de Del Toro: el fauno y el hombre anfibio.

Estéticamente, la cinta es un prodigio. Alejándose del archiconocido Pinocho de Disney—que además estrenó su versión live action tres meses antes de esta cinta, en Disney+, sin pena ni gloria— esta versión se basa en las ilustraciones que hizo el artista Gris Grimly para una edición de Pinocho más oscura y bastante bizarra.

Esta película, la más larga hecha jamás con la técnica de animación en stop-motion (cuadro por cuadro), tiene detrás un trabajo difícil de calibrar. Co-dirigida por Mark Gustafson (director de animación de Fantastic Mr. Fox, cinta en stop-motion de Wes Anderson) y fotografiada por el experto en esta técnica, Frank Passingham (Pollitos en fuga, Flushed Away), fue una labor titánica de mover a los personajes cuadro por cuadro, lo que logra un efecto formidable.

Un reparto de estrellas aportó su voz a la versión original. Desde Christoph Waltz, como el villano principal (el Conde Volpe, una mezcla de los personajes del Zorro y Stromboli el titiritero) hasta Cate Blanchett interpretando a su secuaz, un simio, que no tienen ningún diálogo.

Destaca Ewan McGregor, que lleva la voz cantante al interpretar al grillo, que es también el narrador. Por cierto, la cinta incluye unas cuantas canciones, lo que le da su toque más infantil, aunque sin llegar a ser un musical. Eso sí, son preciosas, al igual que el resto de la banda sonora del infalible Alexandre Desplat.

Es destacable la marca autoral de Del Toro, que impregna el trabajo que realiza con su visión de vida, que en general es bastante negativa y sumamente crítica con la visión judeocristiana. Aquí, incluso el grillo narrador posee un retrato de Schopenhauer, el principal representante del pesimismo filosófico.

Es la sociedad católica y cerrada de este pueblo que rechazará a Pinocho, aunque no tengan reparo en abrazar el fascismo. Sin embargo, uno de los principales elementos simbólicos de la película es un enorme crucifijo que Gepetto lleva años tallando para la iglesia del pueblo y con el que Pinocho llega a compararse: «Él también está hecho de madera y todos lo aman, mientras a mí todos me odian».

Sin sutilezas, el mensaje de esta versión de Pinocho no es que haya que ser bueno para ser un niño de verdad, sino que uno es bueno precisamente porque es extraño y como tal debe aceptarse y ser aceptado por los demás.


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