Mi abuelo me contaba grandes historias sobre la Independencia, cosas que le contaba su abuelo, pero la que más me gustaba escuchar era la de Catalina Sánchez, “La Flor de Plomo”.
Verás, Catalina era una mujer que se dedicaba a la venta de aguardiente. En cuanto los rumores de la Independencia y el levantamiento de armas se esparcieron por toda Nueva España, su padre, un viejo minero, Francisco Sánchez, decidió unirse a la lucha junto con sus compadres, vecinos y su único familiar vivo: su hija Catalina.
Ella estuvo presente en el Grito de Dolores la madrugada del 16 de septiembre de 1810, y acompañó a su padre todo el trayecto. El hombre ya era viejo, pero la idea de por fin emanciparse de la opresión de los españoles lo llenaba de juventud, cosa que a Catalina le preocupaba demasiado; ella, con escasos dieciocho años, ya contaba con algunas nociones básicas de cuidados: sabía curar heridas y aliviar a los enfermos, practicó, desde que tiene memoria, con su padre.
Los insurgentes siguieron a Don Miguel Hidalgo por los largos trayectos, las carretas llevaban moribundos y heridos que no abandonaban, Catalina ayudaba a otras mujeres a curarlos o hacerles compañía para que no murieran solos. El cura vio en ella un alma valiente y bondadosa, cuando, semanas después del grito, Catalina salvó la vida de un soldado español tras evitar que lo aplastara una estructura de la Alhóndiga de Granaditas en Guanajuato. Fue así que la bautizaron como la “Flor de Plomo” pues en el camino recolectaba flores para los enfermos y los cadáveres que no tenían quién les llorara; además de que también era ruda y valiente.
Fue a principios de octubre que Catalina vivió en carne propia el dolor, ya que su padre falleció a causa del cansancio y un extraño hongo en el pie que, para esa época, era poco conocido. Ella había agotado sus intentos por salvarlo, pues sabía que ya no había nada que hacer. El día en que Don Pancho se desvaneció, Catalina lloró a mares y, junto con otros cadáveres, dejó a su padre en una fosa donde vertió un poco de aguardiente mezclado con flores de cempasúchil que había recolectado con él durante el recorrido.
Tiempo después Catalina conoció a un muchacho llamado Toribio Fuentes que, teniendo apenas veinte años, fue herido por un joven español al que asesinó con sus propias manos. Después de haberlo curado, se hicieron buenos amigos, Catalina le enseñó cómo preparar aguardiente, así como algunas recomendaciones sobre curación y herbolaria. Toribio estaba sorprendido y fascinado con ella, pues a su corta edad, Catalina tenía la fuerza de voluntad que muchos hombres no poseían, inclusive más que él.
El destino final de Catalina se encontraría en Toluca: una de las carretas con enfermos no soportó el peso y tiró a todos de un golpe. Don Miguel encomendó a Catalina para quedarse y curarlos, no podían llevarlos más adelante, esa decisión era difícil para el cura, pero no podía arriesgarse a perder a su curandera y a más hombres, fue así como entre todos ayudaron a subir a los moribundos a una colina cercana y montaron un campamento escondido entre los árboles. Toribio era la mano derecha de Catalina, los hombres curados continuaron el camino con Don Miguel Hidalgo, aunque algunos se quedaron a aprender a cuidar y otros, aquellos que ya no tenían alivio, se quedaban a morir en compañía de Catalina.
A finales de noviembre, un soldado español encontró el campamento y alertó a las tropas españolas. Cuando llegaron era demasiado tarde para que Catalina, Toribio y los demás pudieran huir, de un balazo en la pierna hirieron a Toribio y Catalina, sabiendo cuál era su destino, lo llenó de tierra y sangre que le salía de la herida, le pidió que no hiciera ruido y, pasara lo que pasara, fingiera estar muerto; a pesar de que Toribio quería acompañar a Catalina, no pudo hacer mucho, el dolor le había nublado la vista y lo había hecho caer. Los gachupines rompieron los instrumentos de curación, rasgaron las mantas, golpearon a los enfermos, no tuvieron piedad, pues reconocieron a algunos heridos que ellos creían haber matado en combate. Los soldados sabían que “La Flor de Plomo” era Catalina, ella había sido pieza clave del recorrido del cura Hidalgo, pues ella “revivía” a los que dejaban muertos.
Antes de su muerte, Doña Cata dijo, con el cañón en la frente: “en mi tumba crecerán las flores de la guerra que no podrán ganar”, acto seguido, una bala le atravesó el cráneo. Al caer su cuerpo, los soldados vertieron el aguardiente por todo su campamento, que fue consumido por el fuego con cuerpos vivos y muertos. Su legado son los enfermos que curó y las historias que Toribio contó, pues, antes de que su cuerpo se convirtiera en carbón, un soldado lo sacó a rastras por los árboles, aquel mismo español que vivió gracias a Doña Catalina en la Alhóndiga de Granaditas. Toribio notó que en los ojos del español se acumulaban lágrimas por no haber tenido el valor para intervenir y evitar su muerte, pero al menos podía sacar a unos cuantos cuerpos que aún respiraban.
En nuestro tiempo, allá en el cerro, llueva, truene o relampaguee, las flores siguen creciendo, enfrentan las más crudas heladas y las más monstruosas tormentas, por eso es llamado “El cerro de los heridos” en honor al campamento donde doña Catalina curaba a los sufrientes. Ese lugar es sagrado, el agua de las lluvias de junio baja con la sangre de doña Catalina para curar la tierra y dotar al cultivo de fuerza.
Toribio, nuestro tatarabuelo, así como muchos, vivió gracias a Catalina. Y nosotros, la historia de la Flor de Plomo seguiremos contando.
En honor a todas las flores de plomo de la Independencia.