Decía Cristóbal Orrego que “son dos las grandes experiencias de la humanidad: el amor y la muerte”. Y para la mexicanidad, a mi parecer, amar es un acto de muerte.
Ya sea que el amor empiece “por desasosiego, solicitud, ardores y desvelos” (Sor Juana Inés de la Cruz), en decirle al ser amado: “Te tengo hundida en el corazón, te llevo como un dolor amado y es imposible arrancarte de mí” (Octavio Paz a Elena Garro), o en no morir de amor, como Sabines: “No es que muera de amor, muero de ti”. Cual sea el caso que se viva, sentimos morir cuando amamos.
Nos hundimos en una ilusión desbordante, pensamos en que México, por completo, es el patio de juegos de un par de enamorados. Pensamos que las bancas de la Alameda Central son habitaciones a puerta cerrada donde dejamos rastros de exhibicionismo. Nos adueñamos de los lugares, de una banqueta en el centro de Coyoacán donde compartimos un churro con quien amamos, de una mesa y dos banquitos en una heladería, o de las escaleras de una plaza comercial donde bajo la lluvia un adolescente tiene su primer beso.
Allí quedan las marcas de la memoria, imágenes imborrables. Y cuando todo termina y regresamos a esos lugares, los llenamos con lágrimas y nostalgia. El amor es una vez más “un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio” (Cortázar).
Una vez más, pensamos que “Yo cometí un error y fue por amor. Me cegué. ¡Y ese hombre no se lo merece!” (Elena Garro). Y como Manuel Acuña, pensamos en que podríamos dar una “eterna despedida” (Nocturno a Rosario). Morimos por amor y morimos por desamor.
Nuestro amor mexicano a la muerte es inherente a todo enamoramiento, amamos con pasión desmedida, y en ocasiones, se llega a extremos peligrosos. Podemos terminar en un psiquiátrico, enamorados de la madre de un mejor amigo (como José Emilio Pacheco en Las batallas en el desierto), o jurando amor eterno frente a un Cristo negro, esperando a que Aura vuelva, el amor de una vida que Consuelo hará regresar (Carlos Fuentes).
Incluso, en la antropología masculina, se llega al crimen, trátese del General Francisco Rosas y su amada Julia en Los recuerdos del porvenir, o de Pedro Páramo y su amada Susana. Mas este tema lo he tratado en otros artículos, la expresión oscura de la pasión mexicana. En esta ocasión solo me interesa analizar la expresión pura del amor mexicano.
El amor y su búsqueda interminable sublima la realidad: “De noche la soltera se tiende sobre el lecho de agonía” (Rosario Castellanos). En el amor mexicano, amar es un acto de entregar la vida, de entregarnos por completo, abandonarnos en un acto de confianza en las manos caóticas de aquella o aquel a quien amamos. Por eso nos sentimos morir. Y en ocasiones sucede, morimos en vida para vivir el amor en muerte.
Por esto es que el poema más famoso y doloroso de Sabines es Los amorosos. Cada una de sus líneas es una daga directa al corazón, lo desgarra, lo hunde en la desesperación, en la resignación de saber que “el amor es la prórroga perpetua”.
Sabines nos conmueve hasta el llanto del amor, hasta la sublimación de esta experiencia sobrehumana, a la reducción de nuestra completa existencia a “unos ojos que reflejen los ojos que los miran” (Bécquer).
Es una cuestión de humanidad, de naturaleza humana. La poesía y la literatura plasman nuestras grandes experiencias, de ahí que nos imaginemos como protagonistas de las tierras de Ixtepec (Los recuerdos del porvenir), Comala (Pedro Páramo), las calles del zócalo (Las batallas en el desierto), una tumba en Donceles (Aura), o hasta entre las paredes de un convento mágico mientras leemos los sonetos de Sor Juana.
Quizá por esto, universalmente el amor sea un acto de muerte. Sin embargo, es un elemento que lo convierte en una experiencia bella y sublime; incluso en el desamor, en la desilusión, se guarda cierta belleza. Por eso es que los amorosos “se van llorando, llorando la hermosa vida”. Los amorosos hacen al arte mexicano de amar…