Si mi generación, en su sector privilegiado, terminó la preparatoria e ingresó a la universidad, no fue sin recorrer un camino de fracasos, ausencias y precocidades. Hoy, cumpliendo los dieciocho años, se espera que seamos adultos. No lo somos.
No cursamos la preparatoria completamente, no sabemos estudiar, no sabemos leer bien, no sabemos hablar correctamente, no sabemos relacionarnos. Si hoy tenemos el certificado de preparatoria, nada significa. Nuestra capacidad de atención, de por sí limitada, se ha reducido aún más; no vivimos lo que tuvimos que vivir; la pandemia nos arrebató parte de nuestras vidas a aquellos que tuvimos el lujo de permitirlo.
Porque fue un lujo encerrarnos, enajenarnos del mundo exterior con una pantalla, volviéndonos adictos a levantarnos cinco minutos antes del inicio de clases y dejar la cámara apagada mientras regresábamos a nuestra cama, sin pensar un segundo en muchos profesores que invirtieron todo (hasta los ahorros de una vida), por intentar dar una clase de calidad en línea (equipo, internet veloz…), aunque, claro, hubo deshonrosas excepciones. Pero también maestros y maestras que marcaron mentes y almas, que nos enseñaron a pensar, a aprender, a amar el conocimiento.
Muchas personas no tuvieron esa posibilidad porque lo perdieron todo, hasta la vida y a sus seres queridos. Niños que enterraron a sus padres, pensando todavía que serían eternos; padres y madres que, en este país, cada día entierran a sus hijas, la normalidad de la violencia enfermiza.
Un padre, una madre, siempre sabrá que, un día, serán sus hijos quienes los entierren. Nunca se imaginan que pueden ser ellos quienes entierren a los hijos. Mientras unos descansaban, mirando series o películas en su hogar, pidiendo su despensa por aplicaciones, gente moría en un Metro que se desplomaba.
Y nosotros, los que llegamos a la universidad, comportándonos aún como alumnos de secundaria, en búsqueda de nuestras identidades, cicatrizando las heridas que la pandemia dejó, cauterizando las llagas de la soledad y del duelo; nosotros, la aristocracia cultural, los universitarios, nos enfrentamos al presente que nos exige ser adultos.
Nos exige ser responsables, nos exige estudiar, aprender, trabajar, nos exige adoptar de nuevo el modelo de vida que llevábamos hasta antes del 2020, en el que sacrificamos horas en el tránsito de una ciudad contaminada y caótica para llegar a un trabajo que nos hace infelices, aunque lo requerimos para subsistir, o a un centro de estudio porque buscamos una vida mejor de la que llevamos, porque queremos trabajar en nuestro futuro.
Y nosotros, atrapados en un tiempo estático, un tiempo congelado por la pandemia, no somos los mismos, pero tampoco estamos listos para enfrentar al mundo con sus atrocidades otra vez.
Los adultos fracasaron al intentar manejar la pandemia, fracasaron al intentar que los alumnos no desertaran, esa secretaría dogmática y doctrinaria a cuyo responsable cambian conforme los intereses políticos dicten, prefirió pensar en los alumnos como un problema del futuro.
Aquellos que gozamos del privilegio de la educación hemos de aprovecharla, no sólo comprometiéndonos de verdad con ella, sino compartiendo lo que adquirimos; no sirve de nada aprender si no se aplica, si no se difunde. Los cobardes han triunfado. Han derrotado a la juventud absorbiendo sus esperanzas, volviéndola individual, poniéndola en guerra consigo misma, absorbiéndola hasta hacerle perder el juicio.
Los cobardes han vuelto loca a la humanidad. Se robaron la esperanza, los sueños y la realidad. México vive en guerra consigo mismo, un Estado anárquico, medieval,
¿qué es la prostitución sino un derecho de pernada? Las calles son tierra de nadie, ingobernables; hay depredadores que salen a la caza de la mujer, padres que cazan a los hijos de otros padres, padres que se matan entre sí, madres que matan a sus hijos, e hijos que se matan a sí mismos.
Soy privilegiado porque sigo estudiando. Y soy cobarde porque miro la distopía mexicana y callo. Poca originalidad hay en lo que afirmo, en la pesadilla viviente que describo. No creo en las insensibilidades de decir que todo estará bien, me parecen mentiras crueles porque cuando uno las dice ni siquiera cree en ellas.
¿Cuáles son las causas que nos han traído aquí? Las desconozco todavía. Pero por eso estudio, para conocerlas y contrarrestar sus efectos. Por eso los privilegiados aún estudian, para un día muy cercano perder la cobardía.
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