Mérida, capital de Yucatán, es una ciudad rica en historia, cultura y belleza natural. Con casi un millón de habitantes, es un crisol de diferentes etnias y orígenes sociales. Sin embargo, bajo la superficie subyace una realidad compleja y a menudo oculta de división de clases. A pesar de su reputación de ciudad integradora y acogedora, el clasismo está muy arraigado en el tejido social de Mérida y lo condiciona todo, desde la educación y el empleo hasta las interacciones sociales y las prácticas culturales. Para quienes viven en los estratos económicos más bajos de la ciudad, la vida diaria puede ser una lucha marcada por la falta de recursos, la discriminación y la exclusión social.
Introducción a la estructura social de Mérida
Para comprender las complejidades del clasismo en Mérida, es esencial examinar primero la estructura social de la ciudad. Como muchos otros países latinoamericanos, México tiene una larga historia de estratificación social, donde los individuos son categorizados con base a su estatus socioeconómico, raza y antecedentes culturales. En Mérida, este sistema no es diferente. La ciudad está dividida en varias clases sociales, desde la élite adinerada hasta la clase trabajadora pobre.
La clase alta está compuesta por empresarios, políticos y altos funcionarios que viven en el norte de la ciudad, mientras que la clase media está formada por profesionales, profesores y funcionarios. La clase baja la forman obreros, vendedores ambulantes y, sobretodo, la población indígena, que se sitúan en el sur de la capital.
Así, las relaciones sociales en Mérida, como en toda América Latina, se han vuelto racializadas, relegando a la población indígena o de color oscuro de piel. Es muy curioso que en una entidad donde la cultura Maya es el núcleo de su propia historia, es a esa misma gente a quien se le rechaza, enalteciendo al hombre blanco, creando códigos culturales que normalizan nuevas jerarquías sociales donde el papel del indígena pasa a ser un mero atractivo turístico.
El clasismo en Mérida tiene sus raíces en la época colonial, cuando los conquistadores españoles establecieron una jerarquía social basada en la raza y la etnia. La población indígena maya fue relegada a la parte inferior de la escala social, mientras que los colonizadores españoles ocuparon las posiciones superiores.
Fue hasta la Guerra de Castas cuando esa división social se hizo más evidente entre blancos e indígenas. Eugenia Iturriaga, autora del libro La Élite Yucateca a través de la historia, menciona lo siguiente: “La Guerra de Castas… dividió la península en tres: el norte y occidente para los blancos, una franja divisoria en el sur de mayas pacíficos, y el sur y oriente para los mayas rebeldes, los cruzo’ob” (117). La autora también hace énfasis en la particularidad de los nombres y apellidos, ya sea en castellano o maya, y cómo estos determinan la posición social de la persona en la sociedad.
Es importante señalar cómo esta división de Mérida de la época colonial trasciende hasta la actualidad y creó un imaginario social que se ha reproducido por generaciones donde el norte es seguro, lleno de servicios, mientras que el sur es la otra cara de la moneda, desolado y peligroso. Por ende, resulta díficil progresar para alguien del sur debido a que la mayoría de servicios están en el norte de la ciudad: antros, gimnasios, plazas comerciales, escuelas, iglesias y hospitales. Es aquí donde vemos claramente que el imaginario social y los estereotipos han llegado tan lejos como para limitar, de cierta forma, la calidad de vida, creando dos extremos en una sociedad polarizada: la riqueza del norte o la escasez del sur.
No es difícil ver cómo el clasismo ha impregnado el imaginario social de Mérida. Una ciudad donde los obreros son considerados el grupo socioeconómico más bajo y los indígenas, que vivían en los cinco municipios circundantes, son los más marginados entre los mexicanos. El sistema de estratificación social de Mérida está, por supuesto, en parte influido por el hecho de que se construyó a raíz de la Revolución Mexicana, una época de agitación social masiva en la que los pobres y los indígenas se levantaron contra sus amos coloniales y neocoloniales.
Para tener una Mérida más equitativa se necesita tiempo para reconocer los efectos y el impacto duradero en el tejido social que ha dejado el legado del colonialismo. Esto incluye reconocer el papel del racismo y el clasismo en la perpetuación de sistemas de opresión que han marginado a ciertos grupos mientras privilegiaban a otros. Sólo afrontando estos problemas podremos empezar a avanzar hacia una sociedad más justa y equitativa.
Otro paso importante es empoderar y elevar a las comunidades marginadas, en particular a las comunidades indígenas y mayas, que a menudo han sido excluidas de los procesos de toma de decisiones y se les ha negado el acceso a recursos y oportunidades. Esto puede lograrse a través de iniciativas que den prioridad a las necesidades y las voces de estas comunidades, como proyectos de desarrollo basados en la comunidad y programas que promuevan la preservación cultural y la concienciación, asimismo, mayor participación política de estos sectores.
Finalmente, el primer paso al cambio está en uno mismo, mientras más seamos conscientes de este problema que hace ruido no solo en los sectores marginados, sino en todo aquel que pisa la Ciudad Blanca, podremos realmente comenzar a cambiar el chip de la sociedad meridiana.
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