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La dicha de enseñar


Santiago Díaz-Dopazo

Siempre quise dar clases. Es un sentimiento natural para mí, al igual que mi gusto por los libros, las hamburguesas o las terrazas con amigos. Es algo con lo que nací y sabía que tarde o temprano podría ejercerlo. Es cierto que las personas nos adaptamos y aprendemos ciertas cosas a lo largo de la adolescencia y juventud que nos moldean, pero también es cierto que hay ciertos elementos con los que nacemos, que van más allá de la "Tabula Rasa": la enseñanza es algo innato, es algo con lo que nací.

Para alcanzarlo no fue sencillo y fue un ejercicio de "tocar puertas". Me acerqué a exprofesores y autoridades académicas para explicarles mi caso, mi vocación, mis ganas de enseñar a nuevas generaciones lo poco o mucho que he aprendido de mi vida profesional. Al final, y por azares del destino, pude lograr ese objetivo que me llenó de satisfacción, pero para el cual tuve que enfrentar otros retos.

Soy una persona introvertida la mayor parte del tiempo, seria, de pocas palabras. Me gusta más escuchar que hablar, y cuando hablo, lo hago de forma rápida, trabándome, tropezando con mis oraciones. Nunca he sido tampoco bueno presentándome enfrente de extraños. Y sin embargo, he sabido desenvolverme de la forma correcta en el salón de clases. Sí, puedo hablar muy rápido, puedo trabarme, pero si el contenido es interesante, destacable, y presentado de una forma que vaya más allá del texto, y presente ejemplos y situaciones de la vida diaria, pues todo cambia.

Fue de esta forma que enfrenté diferentes miedos y búsquedas hasta me pude parar frente a 20 personas jóvenes llenas de posibilidades, inquietos y constantemente distraídos por los impulsos tecnológicos que nos rodean. No es una tarea sencilla captar su atención, hacerlos participar, encontrar esa voz interior que los haga luchar contra ese tedio juvenil y que, con valentía, alcen su opinión y compartan sus pensamientos. Pero cuando lo hacen, y participan con inspiración, con el corazón, y te muestran nuevas cosas, uno no puede evitar sonreír.

También es complicado que lo que enseñe tenga relevancia y relación con sus gustos e intereses. Y más en la Escuela de Comunicación, donde los gustos son tan variados que uno puede soñar con ser cineasta, mercadólogo, publicista o periodista. Es encontrar esas facetas en común, como la creatividad, la cultura pop, o la búsqueda de un trabajo formal y bien remunerado, que se pueden dar causas comunes para aleccionar.

Finalmente, es importante reconocer que todos los alumnos son únicos e irrepetibles. Con sueños, miedos, inspiraciones, historias, amistades. Cada uno está viviendo una época diferente de su vida y detrás de esa apatía por cierta tarea, de ese no participar constante, puede haber algo que atender, algo que no comprendemos. La soberbia del profesor, el ser autoritario, severo e inflexible no va con mi forma de enseñar, prefiero el diálogo, la empatía y la nostalgia de cuando yo hace no muchos años también estaba sentado en una clase, confundido por la vida y por ese cambio brutal que es la llegada a la adultez.

Con todo, enseñar en la universidad es una tarea enriquecedora, vibrante, y que a uno lo deja feliz y satisfecho. Apenas estoy terminando mi primer semestre como maestro, pero tengo algo muy marcado en mi cabeza: no será el único. 


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