La religión ha sido uno de los elementos que más permean en la cultura e historia mexicana. Por un lado, las creencias religiosas de la población fueron un elemento clave en la unificación de las culturas en el territorio tras la Conquista de Tenochtitlán, al igual que de la creación de una identidad nacional durante y después de la Independencia del país.
Por otro lado, las disputas y fricciones relacionadas a estas creencias fueron protagónicos en ocasionar la Guerra Cristera, que causó la pérdida de decenas de miles de vidas. Basta con decir que la religión ha tenido un papel nada despreciable en el desarrollo del país.
Desde un punto de vista social, uno de los elementos más importantes de la religión y de las creencias espirituales son su capacidad de incidir en el comportamiento de las personas: las doctrinas religiosas instruyen códigos éticos y reglamentos que sirven para guiar las vidas de sus feligreses, más en el caso de las religiones organizadas, como el catolicismo, que históricamente ha sido dominante en México.
A partir de esta cualidad, numerosos filósofos, como Alexis de Tocqueville y Jean Rousseau, han argumentado que las creencias religiosas, más que aceptables, son deseables en una sociedad cuando motivan a sus habitantes a comportarse de manera conveniente al Estado: no cometer crímenes, respetar a los demás, etcétera.
Se podrá debatir qué tan benéficas o problemáticas han sido o son las creencias religiosas del mexicano para la vida política, pero algo que parece poco razonable negar es la secularización que ha experimentado México. La secularización es un proceso mediante el cual una población le asigna menos importancia a las creencias religiosas, al grado de priorizarla menos en su estilo de vida. Este fenómeno puede ocurrir tanto de manera pública (las autoridades le dan menor importancia a la religión en la política) como privada (la población es menos devota a su religión).
El síntoma más claro de este proceso en el país puede verse al examinar la caída notable de la religiosidad de los mexicanos en la última década: mientras que a mediados de la década de 1980 ni siquiera el 2% del país negaba tener una denominación religiosa, para el Censo de 2020, más de 10% de la población se consideraba atea (INEGI, 2021). Quizás parezca exagerado pensar que un país en donde alrededor de 90% de su población todavía se identifique como parte de una religión sea completamente ajeno a ésta, pero el hecho de que México esté siguiendo la trayectoria de otros países en donde este proceso es mucho más claro, como Francia, Holanda y Suecia, podría indicar que, en los próximos años, la religión y el apego a las creencias religiosas podrían seguir perdiendo importancia.
Es aquí en donde surge el debate, ¿cuáles son las implicaciones de esta pérdida de religiosidad? Se podría pensar que la pérdida de relevancia de las creencias religiosas, principalmente de las vertientes cristianas más tradicionales, han resultado en la elaboración de leyes que ya no están sujetas a sus mandatos: la legalización del aborto, el matrimonio para parejas del mismo sexo y la descriminalización parcial de las relaciones sexuales en espacios públicos.
Algunos sectores han aplaudido estos hechos, al considerar estas leyes como expansiones imparciales a las libertades individuales. De la misma manera, otros han argumentado que esta reducción en la importancia del lugar de la religión ha tenido consecuencias nocivas para el país: puesto que las personas ya le dan menos importancia a estos códigos de comportamiento, tienen menos razones para evitar comportamientos cuestionables para el desarrollo, argumentando que la expansión de las adicciones a sustancias nocivas por parte de la juventud y del número de madres que deben criar a sus hijos sin el sustento de un padre lo demuestran.
Claramente es un tema polémico y no menos complicado. Sin embargo, conocerlo y analizar las posibles implicaciones de la secularización en el país son necesarios para poder responder ante éste. Se podría comenzar obteniendo información sobre el impacto de la religión en las preferencias de la población: ¿será que las personas con o sin creencias religiosas prefieran diferentes leyes, o habrá consenso en algunos temas? Si hay organizaciones en la sociedad que representan una denominación religiosa, pero que han demostrado aportar en el desarrollo de la ciudadanía; ¿habrá forma de poder apoyar sus acciones (subsidios, programas de colaboración) sin violar el principio del Estado laico? Finalmente, como principio democrático, parece razonable concluir que, si una población prefiere una política sobre otra por motivos religiosos, su argumento debería ser respetado de la misma manera que el de una población cuyas preferencias responden a otras razones.
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