Durante los últimos años México ha desarrollado una estricta legislación y un conjunto de interpretaciones judiciales de los tribunales electorales para garantizar la paridad entre hombres y mujeres en las candidaturas a puestos de elección popular.
Se trata de una de las legislaciones más estrictas en la materia entre los regímenes democráticos del mundo, ya que no solamente establece la paridad en los órganos legislativos, sino que también obliga a los partidos a postular el mismo número de hombres y de mujeres para posiciones ejecutivas, como alcaldías y gubernaturas.
Esto ha generado discusiones polémicas, unas interesantes, aunque no necesariamente correctas, en torno a si se violan los derechos políticos de una comunidad por la obligación de postular a una persona de cierto género en función de la decisión que se tomó en otra entidad o alcaldía. En realidad, es necesario que las legislaciones locales definan con precisión la manera en la que se aplica el criterio de equidad, para no depender de la interpretación del Tribunal Federal Electoral, al que se recurre por falta de claridad en la norma.
Otras polémicas son francamente absurdas, como las que afirman que las cuotas hacen menos a las mujeres por otorgarles ventajas en la competencia, o que la menor representación femenina en realidad responde a que ellas eligen realizar otras actividades, como las de cuidados.
La verdad es que continúan los factores estructurales, como los culturales y los institucionales, que reproducen las brechas de desigualdad porque dificultan el avance de las mujeres para alcanzar puestos de representación política, lo que hace necesario medidas como las cuotas de género, que igualan la competencia y normalizan la presencia de mujeres en puestos de decisión.
No se trata de una medida paternalista; simplemente, sin cuotas los hombres siempre tendríamos ventajas en la competencia política. Las cuotas nos permiten avanzar en la igualdad, pero también hacen posible que las principales decisiones públicas se tomen con puntos de vista más plurales, no solamente de los de hombres, como antes, sino también de las mujeres, lo que permite ampliar la visión de lo público y de las prioridades.
La realidad es que México muestra que es posible regular el sistema político para que mayor número de mujeres ocupen cargos relevantes de representación política. Actualmente, ocho mujeres gobiernan una entidad federativa, cuando por años ocupaban esas posiciones a cuenta gotas, casi una por década, Griselda Álvarez en los 80s, Beatriz Paredes en los 90s, Amalia García en los 2000s, Ivonne Ortega y Claudia Pavlovich en los 2010s.
La mayor representación política de las mujeres ha tenido consecuencias positivas en la vida pública, como la sólida demanda de consolidar un sistema nacional de cuidados o el cúmulo de legislaciones locales en materia de interrupción legal del embarazo, que difícilmente se hubieran reproducido a lo largo del país sin congresos con representación paritaria.
Falta avanzar más en otros temas fundamentales, como la violencia contra las mujeres, que para su combate requiere de mejores sistemas de detección y redes de apoyo. También los relacionados con brechas salariales de genero, ya que después de varios años de disminución volvió a crecer a raíz de la crisis del Covid. Es posible tomar parte de la experiencia ganada en el terreno político para avanzar en otros ámbitos, como el privado, en donde las empresas tendrían que hacer pública su información sobre brechas salariales de genero, ofrecer un programa para reducirlas, e incorporar a mujeres en los consejos de administración, en el caso de empresas públicas. Eso ya sucede en otras naciones.