Iósif Stalin y Ayn Rand no solo compartieron su origen ruso. Había otra gran coincidencia entre ellos. Él, ejecutor de la idea comunista; ella, expositora de la utopía libertaria. Pero ambos apoyarían la propuesta de que sea el Estado el encargado de proveer seguridad a sus ciudadanos. No hay visión del Estado, salvo la que aboga por que este no exista, que no contemple como tarea más que fundamental la garantía de la seguridad pública.
Difícil pensar que en México esta tarea se esté cumpliendo. Los eventos violentos han sido una constante nacional. A modo de revoluciones, guerrillas o simples crímenes, la historia mexicana está impregnada de sangre. No ha habido un solo periodo en este país en el que la paz haya sido reinante. La propia identidad posrevolucionaria enalteció el vigor que la violencia y la fuerza representaban. El macho, con pistola en mano y dispuesto a asesinar a la menor provocación, fue parte de los referentes más importantes en el colectivo mexicano.
Para infortunio nuestro, la violencia no se ha quedado en la historia, así como el macho asesino no se enclaustró en la película del cine de oro de la que fue protagonista. Hoy en día, México vive una de las más estruendosas épocas de violencia y criminalidad en su desarrollo como nación independiente. Se trata de la peor desde que se registran cifras.
La necesidad de acabar con la “guerra de todos contra todos” era la justificación que Hobbes encontró para el surgimiento del Estado. Solo este podría librarnos de la violencia que la anarquía genera. Centralizar la fuerza para democratizar la paz. El filósofo inglés estaría absorto si viniera a México. No daría crédito del fracaso que la creación de un Estado representa en la lucha por lograr la seguridad. Una estructura estatal no ha sido suficiente para garantizar el fin de la violencia en el país. México es una paradoja hobbesiana.
¿Es, acaso, que no podemos actuar ante ello? ¿Debemos resignarnos a la permanencia de este problema? ¿En verdad no tenemos nada que hacer? Por supuesto que tenemos algo que hacer. Pensar qué hacer es lo que, precisamente, este ensayo tiene como objeto. En un primer momento, se presentará un breve diagnóstico del estado de la violencia y la criminalidad en México (I). De manera posterior, se analizarán las posibles soluciones a este problema. Se buscará defender una tesis institucionalista sobre la forma de pacificar al país. Esta idea pasa por el papel clave que el Poder Legislativo tiene para lograr aquel fin (II).
La situación de seguridad del país debe, antes que nada, entenderse dentro del contexto de la seguridad humana, término acuñado en la década de 1990, que hace referencia a las condiciones requeridas para que el ser humano pueda ejercer y gozar de los derechos humanos. Como dice el autor uruguayo-estadounidense Edgardo Buscaglia, “el foco del interés de la seguridad humana es el individuo y su comunidad, en contraste con la seguridad nacional, en la que el foco de interés es la integridad y estabilidad del Estado” (1). El punto medio, propongo, entre ambos conceptos es el de seguridad pública. Es en esa área donde la flaqueza del país nos resulta escandalosamente urgente, aunque esto no implica que la seguridad humana y nacional no tengan serias deficiencias.
Desde el año 2006 la situación de seguridad pública en México ha sido por demás importante para la población, mas no por el interés que esta pueda tener, sino por la preocupación que le genera. Es desde aquel año que la tasa de homicidios, medida con la que se estima la violencia en la opinión pública, ha ido en un aumento más que considerable. Los 10,000 homicidios que registró el país en 2006 se han convertido en los más de 35,000 del año pasado, el 2021 (2).
La situación actual, no obstante, es radicalmente distinta a la de inicios del siglo pasado. “Hace medio siglo —expone el historiador Lorenzo Meyer— los aparatos de seguridad tenían bajo control a los grupos criminales, pero hoy ese aparato es claramente impotente…” (3). La violencia de antes era producto de conflictos políticos, ideales religiosos o diferencias personales. Hoy, sin embargo, la causa es la persecución de un objetivo económico. El narcotráfico ha sido el principal causante de violencia con una clarísima ventaja. La constante entre ambas épocas es, llamativamente, la debilidad del Estado para hacer frente a los músculos del crimen. Lo que dice Meyer, me parece, es parcialmente verdadero: el crimen estaba controlado, pero debido a su desorganización, no por la fortaleza del Estado.
Lo que, posiblemente, es más grave es que aquello que la sociología ha llamado la conciencia colectiva está acostumbrándose al contexto presente. La violencia del país ya no es algo que nos tenga pasmados. Los límites que una sociedad presenta para considerar civilizada su colectividad hace mucho que han sido rebasados. Esos puntos de no retorno han sido ya cruzados. Y a los ciudadanos no nos queda otra cosa más que la normalización. Cien asesinados en un día no son ya impactantes. No hay número de desaparecidos que asuste.
El diagnóstico presentado es sumamente crudo. Las cifras y los contextos que este ensayo recoge deben tomarse en consideración con gran seriedad. Es momento, sin embargo, de dar paso a un punto más optimista: las maneras que tenemos de solucionar este grave problema. A ello está dedicado el apartado que ahora comienza.
Se ha hablado mucho del carácter cultural de muchos vicios de nuestro país. Si es parte de nuestra sociedad vivir en violencia, entonces la forma de solucionar este problema tendría que pasar por un cambio total en la cultura. No hemos de quedarnos, sin embargo, con los brazos cruzados frente a la problemática. Una modificación en la cultura puede ser lenta y parcial, pero un desarrollo de las instituciones debe tener un alcance mayor. Vale la pena prestar atención a Guillermo Valdés, quien asegura que la “debilidad histórica de las instituciones responsables de la seguridad y la justicia en México fue un factor decisivo en la evolución histórica del crimen organizado” (4). Es esa carencia la que abre las puertas a la inseguridad. La apuesta debe ser, en consecuencia, por el mejoramiento de la estructura del Estado. Para deficiencias estatales, medidas estatales. Para problemas públicos, políticas públicas.
Buscaglia nos habla de cuatro tipos de controles que se crean para combatir la delincuencia: controles judiciales, controles patrimoniales, controles de la corrupción y controles sociales (5). Estos no solo pretenden aminorar los eventos de violencia y crimen en el país; su fin también incluye la generación de mecanismos que prevengan y vuelvan más complicada una continua criminalidad que goce de impunidad. A su vez, los analistas en materia de seguridad mencionan que son cuatro las estructuras institucionales las que deben de cuidarse y mejorarse: las organizaciones policiales, los ministerios públicos, los tribunales de justicia y los sistemas penitenciarios. Una estrategia integral de seguridad pública no puede quitar atención de ninguna de esas cuatro estructuras.
En estas áreas, el Congreso de la Unión no es un simple actor de reparto. Tiene en sus manos la posibilidad de refinar, en mucho, las instituciones de este país. Una modificación en los aspectos más básicos de la estructura de seguridad del Estado mexicano, contenidos todos a nivel constitucional, es imperiosa. Hobbes soñaba con el Estado garante de la paz. No imaginaba la soberanía si era para fines distintos. Su Leviatán sería el verdugo de la anarquía imperante y, para él, natural al ser humano. México debe encaminarse, cuanto antes, a lograr tal tarea. Y aquí se han enlistado, modesta y lacónicamente, los primeros pasos para conseguirlo.
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