Nunca ha sido sencillo, ni nunca lo será, desarraigar una idea, porque qué es una idea sino un entendimiento de la realidad. Las ideas que hacemos nuestras forman nuestra realidad, pues es a través de ellas que le damos un sentido a nuestras vidas; son la brújula con la que navegamos por sus aguas turbulentas y encontramos coherencia.
Es por esto que no es de extrañar que el ser humano titubee al verse confrontado con nuevas ideas o, peor aún, con ideas contrarias a las suyas, porque lo que esto implica es la posibilidad de una nueva interpretación de la realidad y dejarlas entrar a ese orden previo implicaría una reorganización de la estructura existencial; en pocas palabras, estar abierto a ideas nuevas o contrarias a las de uno implica y exige una revolución, una salida de la zona de confort y eso aterroriza al ser humano.
Nuevas ideas presuponen cambios, los cambios suponen, a su vez, dificultades, y las dificultades sufrimiento; y el sufrimiento es aquello de lo que nuestros cuerpos están diseñados a huir, así entonces, por regla general, el ser humano le huye al cambio y a las nuevas ideas. Es entendible, y más en la época actual: una época donde el ser humano es un ser de inmediatez para el cual los conceptos de dificultad y sufrimiento –indispensables para el cambio– no son solo ajenos, sino despreciados como cánceres.
Así es como el hombre del siglo XXI, un ser humano que se dice moderno, avanzado, científico y racional ha llegado a convertirse en la especie más dogmatista que jamás haya visto esta tierra. El hombre postmoderno, por más paradójico y contradictorio que parezca, es un hombre de dogmas, un hombre de fe, porque el hombre de hoy es un hombre de preguntas mas no de cuestionamientos. Somos seres de ‘¿cómo se hace?’ ‘¿cuánto cuesta?’ ‘¿cuál es mejor?’ pero hemos dejado de lado nuestra capacidad de preguntarnos ‘¿por qué?’
Cada vez más cercanos a esa fecha fatal que se repite cada 6 años en nuestro país, regresan las preguntas ¿cómo voy a votar? ¿por quién voy a votar? ¿quién es el mejor? (o ¿quién es el mal menor?) como preguntas obligadas, preguntas presupuestas porque creemos en el dogma de la democracia.
Nuestro sistema político, un sistema roto, un sistema cínico y desgastado, perpetua su sacrílego culto porque generación tras generación se transmite la fe ciega en él. Los feligreses de esta farsa de democracia estamos en un dilema al parecer sin salida que cada vez se vuelve más patético, ante el cual hace seis años aun daba para unas cuantas risas, entre abrazos (no balazos), rimas (algo canallinas) y amenazas estilo sharía (mocha manos); pero que hoy, dado que no son capaces ni de hacer reír, dan asco. Porque no risa, sino asco es lo que provoca cuando te escupen en el rostro.
Lo que México necesita hoy son propuestas indecentes, propuestas que nos saquen de nuestra zona de confort, propuestas, sí –sin miedo a decirlo– revolucionarias, radicales, que busquen un cambio estructural. Porque este juego sexenal está roto, los dados están cargados, y el termómetro de la paciencia de muchos hace tiempo que estalló.
Por eso vengo hoy con una propuesta indecente: cuestiónate, no te preguntes. No te preguntes por quién debes votar, no te preguntes cuál de los tres es el ‘menos peor’ porque a ninguno le importas; no te preguntes cuándo ni en dónde vas a votar. No pierdas el tiempo preguntándote esas cosas, porque todo eso lo vas a resolver llegando el momento. Dime, ¿te preguntas la logística de cómo evacuar meses antes de ir al baño? No. Bueno, déjame decirte que eso, evacuar, es lo que vas a hacer este 2 de junio. Y discúlpame si ofendo tu sensibilidad cívica, pero seamos honestos, este circo no merece más.
Vota, no votes, anula. Es sinceramente irrelevante. En cambio, te invito a que hagas algo mucho más interesante. Cuestiónate. Hazte preguntas de verdad. ¿Es socialmente responsable ir a votar? Con mi voto, ¿de verdad estoy contribuyendo a que mi país sea mejor? ¿No estoy más bien contribuyendo a un sistema corrupto, sin esperanza, viejo, remendado y vuelto a remendar, parchado y ‘reformado’ por los intereses de unos pocos que lo último en lo que están pensando es en mi bienestar? Si no voto, ¿no estoy absteniéndome de formar parte de una comedia indigna de la maravillosa gente de este país que no nos merecemos esto?
“Pero ¿qué puedo hacer?” te preguntarás, como yo mismo lo hago. Porque seamos realistas, este 2 de junio estaré y estaremos todos en las urnas emitiendo votos desabridos, y en lo personal, votos que se sienten más a traición que cualquier idea ‘loca’ o ‘desconectada de la realidad’ que pudiera cruzar mi mente. Y en verdad, ¿qué podemos hacer? Propuestas de ley, marchas, boicots, diseño de una nueva Constitución. Utopías. Sueños. Porque, en el mejor de los casos que se propongan dichas cuestiones, ¿quién diseñará esas leyes, esa Constitución nueva? Podríamos estar mejor, pero podríamos estar también mucho peor.
Así pues, es esta mi propuesta indecente: vota, juega el juego al que te ves obligado a jugar, cumple con tus obligaciones religiosas para con el culto del pueblo, inclínate ante los demagogos y repítete todos los días frente al espejo “Soy un buen ciudadano” creyendo firmemente en que tu voto es trascendente. Pero te suplico: en las altas horas de la noche, cuando recuestes tu cabeza en tu almohada al final de un día más de transitar por la máquina voraz de este inhumano circo denominado ‘República mexicana’ susúrrate al oído: “¿Por qué? ¿Por qué tengo que jugar su juego?”
Con suerte, te levantarás con ideas nuevas e incluso contradictorias a las que antes tenías, con ideas de cambio, con ideas de transición real y con un temple dispuesto a soportar dificultades y sufrimiento por tu país. Aunque lo más seguro es que amanezca, te bañes, te arregles, desayunes y salgas a la calle a disfrutar un nuevo día de transformación vestida de conformismo, apatía y preguntas vacías.
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