A un año de las elecciones presidenciales en México y un poco más para las estadounidenses, nos replanteamos lo que significa esto para el país. No sólo el entender los procesos democráticos como una forma de reafirmar los compromisos y principios que no únicamente a la nación refieren, sino a la comunidad internacional o a la misma humanidad.
En el nacimiento del Estado mexicano fue vital el reconocimiento de Estados Unidos para algo que a veces damos muy por sentado, como el establecimiento de nuestras fronteras que con los años ha cambiado por distintas razones. Después de eso no sólo fueron las ideologías estadounidenses las que impregnaron el territorio, que aún con las políticas aislacionistas que nuestro vecino del norte tuvo, nuestra interdependencia por naturaleza geográfica es innegable.
No sólo desde el sexenio del Ávila Camacho con el acuerdo de Braceros empezamos a tener una clara presencia de fuerza laboral mexicana en el territorio estadounidense, sino que este sector poblacional ahora representa un porcentaje importante de los votantes en Estados Unidos. Este acuerdo no únicamente representa el inicio de la presencia de trabajadores mexicanos en EEUU, es también el primer tratado que se firma con ambos países derivado de la colaboración.
México fue una clara zona de influencia estadounidense durante la Guerra Fría, con una respectiva evolución y en ocasiones distanciamiento de la relación durante los años. En muchas ocasiones la relación bilateral se ha sustentado en una especie de regla no escrita.
México se reservaba el derecho de juzgar por sí mismo los acontecimientos y de actuar en consecuencia de acuerdo con los principios de política exterior, lo que en momentos pudo causar cierta fricción entre ambos países.
Estados Unidos ayudó a promover las políticas económicas neoliberales que muchas críticas han tenido y vemos que gracias a ello también se introdujo el modelo neoliberal a la política exterior. De modo que esta se inserta por medio de darle paso al legado de la diversificación, una transición de modelos, insertarse en modelos económicos y bloques internacionales y, muchas veces, superar las políticas izquierdistas que venían desde la globalización.
La apertura económica que empezó formalmente con nuestros vecinos del norte se fue extendiendo con otras regiones del mundo. No se puede negar la injerencia de Estados Unidos en lo que concierne a la política mexicana, desde poder tener bien establecido un territorio o una renovación de nuestro modelo. Aunque en el Plan Nacional de Desarrollo de Enrique Peña Nieto bien se definía que se buscaba una multilateralización, la relación con Estados Unidos es inigualable.
Estados Unidos es un país que cobra relevancia para el mundo entero porque aun con el cuestionamiento de que siga siendo el país hegemónico, es una de las potencias que cobra mayor relevancia para el mundo. Es por ello que sus elecciones pueden referir el rumbo de su política externa y la relación que tendrá con otros países.
Sin embargo, para México seguir en la misma línea que Estados Unidos puede significar el reafirmar los compromisos bajo los que se ha encontrado no sólo la paz, sino la cooperación en materia económica, migratoria, de movilidad de capital, protección de derechos humanos, integración productiva, etcétera.
Cada una de las administraciones de ambos países ha definido sus prioridades dentro de su política exterior, lo que no siempre resultó en concordia. Como bien dijo Lincoln “una papeleta de voto es más fuerte que una bala de fusil”.
Y es que la construcción de la cooperación internacional basándose en el ideal de una corresponsabilidad global es un tema que lleva generaciones en la mesa y es una realidad que en la actualidad los procesos democráticos tienen efectos que trascienden sus fronteras.
Nos queda seguir analizando el panorama a cada vez menos tiempo de lo que podría ser una redefinición o replanteamiento de la relación bilateral, como ha venido sucediendo con cada administración.
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