Juventina Bahena
En sus inicios, las fuerzas armadas de México no se distinguieron por ser instituciones profesionales y disciplinadas en tanto se creaban y disolvían de acuerdo con las necesidades de un pueblo en su lucha libertaria, la creación del Estado nación, contra invasores y usurpadores del poder, por la democracia y la institucionalización de los derechos individuales y sociales. Desde mediados del siglo pasado, el Ejército ha sido perseguido por el estigma de su papel en la Guerra Sucia contra la disidencia y la protesta social; pero hoy no sale a las calles a reprimir, su cuerpo de ingenieros sale a construir infraestructura para el desarrollo económico nacional.
El Ejército tuvo un papel definitorio en los enfrentamientos internos entre facciones independentistas, realistas, liberales y conservadores, constitucionalistas, villistas y zapatistas, cuyos ejércitos se conformaban en parte por la leva, un reclutamiento forzoso de la población civil para servir en un ejército sin motivación. De acuerdo con el investigador Pascale Villegas, “durante los primeros cincuenta años del México independiente, la vagancia y el desempleo eran motivos suficientes para la filiación de varones en la edad productiva en un ejército todavía poco profesional y poco disciplinado […] Para algunos, la leva era el mejor método para limpiar la sociedad de criminales y vagabundos”. En otros casos, con líderes como Francisco I. Madero, Pancho Villa y Emiliano Zapata, los ejércitos se conformaban con gente del pueblo que creía en la necesidad de levantarse en armas para reivindicar derechos básicos.
Con la llegada al poder de Miguel Alemán Valdés, el 1 de diciembre de 1946, finalizó la etapa de los mandatarios militares, pero el Ejército continuó siendo utilizado para reprimir la disidencia, la protesta y la lucha democrática, dado que el presidente era el Comandante Supremo de las fuerzas armadas, con poder omnímodo propio de gobiernos autoritarios y podían disponer de la fuerza militar para contener cualquier manifestación de rebeldía y descontento de manera directa o encubierta.
Aunque hubo una relativa desmilitarización de la vida política nacional, no regresaron a los cuarteles y concentraron su actividad en el ámbito rural como garantes del orden social. Incluso, “entre 1940 y 1970, el Código Penal federal contempló el uso del Ejército para delitos de disolución social y con este fundamento legal actuaba como un cuerpo policial que impartía justicia, cumplía funciones de control y gestión del crimen en las zonas bajo su mando”.
Entre 1958 y 1961, el Ejército sofocó al movimiento minero, al movimiento ferrocarrilero, la huelga de trabajadores de la aviación, al movimiento estudiantil en la ciudad de México. Las detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas eran comunes antes y después de la Matanza de Tlatelolco y el Halconazo de junio de 1971, la época más cruenta de la Guerra Sucia y, recientemente, el caso Tlatlaya.
En el reverso de la moneda, la institución armada también llevó a cabo tareas de carácter social en apoyo a la población civil desde los años 20 con la construcción de puentes y escuelas; campañas de alfabetización; reforestación y extinción de incendios forestales; campañas de saneamiento; combate a plagas y control de epidemias; asistencia en los censos poblacionales; vigilancia en carreteras y caminos federales, entre otras actividades.1
Pero el estigma de la represión persiguió al Ejército hasta que el expresidente Andrés Manuel López Obrador resignificó su papel en la vida nacional. ¿Quién más con su formación, disciplina, capacitación podía emprender la construcción de las magnas obras de su sexenio sin asumir los altos costos que hubiese significado asignarlas a la iniciativa privada?
Desde su creación, el 19 de febrero de 1913, decretada por Venustiano Carranza, las fuerzas armadas se han convertido, más allá de su naturaleza castrense, en una institución formada académicamente en sus distintas escuelas: Aviación, Medicina, Ingeniería, Odontología, Enfermería, Transmisiones y Sanidad.
Con profesionales altamente capacitados, el Ejército construyó 315 sucursales del Banco de Bienestar, el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, el Aeropuerto Internacional de Tulum en Quintana Roo y el de Palenque, en Chiapas; el Tren Maya, la Refinería Dos Bocas, las instalaciones de la Guardia Nacional, infraestructura de riego y acueductos, la modernización de aduanas, la construcción de la garita Mesa de Otay II, el Viaducto elevado de Tijuana.
Además de construir 74 obras propias como hospitales regionales, cuarteles y unidades habitacionales, el Ejército ha emprendido 2 mil 823 obras que le han sido encomendadas por el Ejecutivo, algo inédito si se considera que entre 2006 y 2018 la institución incursionó en la construcción de 851 obras civiles y militares.
Será la Secretaría de la Defensa Nacional la que administre y controle esa infraestructura “para garantizar que no serán privatizados por otros gobiernos y, en reconocimiento, las ganancias que se obtengan de su administración serán destinadas a pagar las pensiones del personal castrense”.
El Ejército reivindica el papel que ha tenido como el brazo armado y represor de gobiernos autoritarios y se convierte en el constructor de las obras que modernizan al país, pero también impulsan el desarrollo económico regional, aunque se diga que esa no es su función fundamental. El ahorro en los costos de las obras, el tiempo utilizado y la calidad del trabajo realizado, nos dicen que el confinamiento de los militares en los cuarteles era un desperdicio.