Juventina Bahena
La humanidad, desde tiempos inmemoriales, se resiste a desaparecer de manera absoluta, irremediable y definitiva de la faz de la tierra y han creado dioses, religiones, mitos, en cuyas representaciones depositan ciertas expectativas de trascender su materia, su vulnerabilidad, su finitud, a través de la trasmigración de las almas o su “reubicación” en otros escenarios de paz y felicidad. Con esos constructos expresados en relatos se explican el origen del universo, la humanidad y la naturaleza, en el que se reserva, por supuesto, un lugar especial para la muerte, y el lugar de espera, castigo, purificación y redención.
En la cosmogonía de los mexicas el inframundo tuvo un lugar preponderante a donde las almas se dirigen para su descanso eterno. El origen mítico colmado de simbolismos de la representación de la muerte como la concebían los antiguos pobladores es un constructo religioso del Mictlán, el lugar al que las almas de los muertos se dirigen para su descanso eterno. El sincretismo religioso que tuvo lugar con la llegada de los españoles dio origen al Día de Muertos.
La manera de interpretar el mundo, la vida y la muerte, se tejió alrededor de la leyenda, de la odisea que significaba someterse a las pruebas con ingenio, habilidades y valentía, para pasar cada uno de los nueve niveles antes de arribar a la tierra prometida, a ese descanso final, con la plena certeza de haberse ganado a pulso un lugar en ese espacio de descanso eterno.
Hay un poco de similitud con la Divina Comedia de Dante Alighieri, guardadas las proporciones, quien hace un recorrido a través del más allá, en el que describe el infierno, los nueve círculos, los tormentos y los pecadores, creando un imaginario alrededor del Infierno con imágenes aterradoras, para describir un lugar de castigo, tortura y sufrimiento.
El Mictlán de los mexicas es diferente porque no es un lugar definitivo de castigo, tortura y sufrimiento, sino una travesía por zonas de batalla, aunque dignas de los dioses, más bien es una gesta heroica antes de coronarse con la redención y el descanso eterno. Esta leyenda no carece de belleza vuelta mito, hasta nuestros días, en que se ofrendan pan, viandas y flores de cempasúchil a quienes están en tránsito o han llegado al Mictlán, en el Día de Muertos.
En el altar de muertos, u ofrenda, se colocan pan, flores de cempasúchil, calaveritas de azúcar y chocolate, incienso, papel picado, retratos de los difuntos y platillos que disfrutaban en vida.
Los dioses dispusieron que se tenía que descender nueve niveles de manera vertical, enfrentando pruebas y obstáculos con habilidad, fuerza y todas aquellas virtudes de las que se puede echar mano, hasta llegar a las puertas del Mictlán, en donde son recibidos por el señor de la muerte Mictlantecuhtli y la diosa Mictlancihuatl.
Para los mexicas no existía la muerte definitiva, sino que debían transcurrir cuatro años para una transformación gradual. En las culturas prehispánicas se acostumbraba mantener cerca durante ese tiempo los cuerpos de los fallecidos hasta convertirse en huesos, signo de que han llegado a su destino.
La leyenda comienza cuando los dioses creadores Huitzilopochtli y Quetzalcóatl dieran vida a Mictlantecuhtli y Mictlancihuatl, señor y señora de la muerte. Ellos se encargan de recibir las almas de quienes alcanzan el Mictlán y deciden el destino de quienes fallecen, dependiendo de la manera en la que murieron.
Para llegar a él se pasa por nueve universos, dimensiones o niveles en descenso, las cuales presentan distintas pruebas para el alma de los fallecidos.
En algunas versiones, lo guerreros muertos en combate o capturados para el sacrificio iban a la Casa del Sol, lugar que también estaba destinado a las mujeres fallecidas durante el parto, ya que éste era considerado como un combate y, por lo tanto, las mujeres como guerreras.
Mientras que al Tlalocan iban los que tenían una muerte asociada al agua, por ejemplo, quienes fallecían de hidropesía (acumulación anormal de líquido en el organismo), ahogamiento o por un rayo. Era un sitio de verano infinito en el que las plantas estaban siempre verdes y en el Chichihualcuauhco había un árbol nodriza que amamantaba a los niños hasta que se les destinara a volver a nacer.