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Revocación de mandato: una mala solución a un viejo problema


Alonso Tamez

Uno de los argumentos más comunes en favor de la revocación de mandato realizada el 10 de abril fue que “el pueblo pone y el pueblo quita” a sus gobernantes. Como eslogan, es pegajoso y simplifica una idea compleja. ¿Quién podría estar en contra de tan básico precepto democrático? Sin embargo, el problema es que, bajo la legislación actual, el “pueblo”—esa definición un tanto amorfa común en los populismos nacionalistas—no tendría mucha injerencia en la designación del presidente sustituto que, en dado caso, supliría a un revocado.

La Constitución establece que “en caso de haberse revocado el mandato del Presidente (...), asumirá provisionalmente la titularidad del Poder Ejecutivo quien ocupe la presidencia del Congreso; dentro de los 30 días siguientes, el Congreso nombrará a quien concluirá el período”. Ese presidente sustituto que terminaría el sexenio sería designado por una mayoría absoluta—50%+1 voto—del Congreso de la Unión erigido en Colegio Electoral. 

El primer dilema democrático es que la revocación, como está en la ley, implica un riesgo de inestabilidad política. Y es que, en los últimos dos años y medio del sexenio de un Ejecutivo revocado, habría tres presidentes: el despedido; el provisional; el sustituto. Esto, de entrada, pone en peligro proyectos, la atracción de inversión y el seguimiento de acuerdos políticos. 

El segundo dilema es más evidente. El presidente provisional y el sustituto serían electos, no precisamente por el “pueblo”, sino por las cúpulas partidistas en el Congreso. El fantasma de la poca legitimidad sería real: el presidente del Congreso podría ser, en ese momento, alguien de un partido distinto al del revocado. Peor aún, si la oposición tuviese mayoría en el Colegio Electoral, el sustituto probablemente sería alguien de oposición o, al menos, no del partido que ganó el voto popular tres años y medio antes. Si este cambio de partidos puede ocurrir, ¿por qué no mejor hacerlo a través de una elección nacional? 

La revocación surgió para abordar el viejo problema de los pocos o nulos “llamados a cuentas” aplicables al presidente en nuestro sistema. Pero no queda claro que éste sea el mejor método para ello, sobre todo si lo que nos importa es que el “pueblo” sea quien decida al ocupante de la máxima oficina. 

Como he dicho antes, México necesita rejuvenecer su presidencialismo—ojo: sin transitar a un parlamentarismo que, a mi parecer, crearía fricción automática entre la jefatura del gobierno y del Estado, ya que estas dos figuras recaen en personas distintas, cosa que no sucede en nuestro presidencialismo—. Ello pasa por escuchar al 69.7% de los mexicanos que aprueban ser consultados para que un presidente termine o no su mandato (Mitofsky, febrero 2022). ¿Cómo compaginar ese clamor popular por participar, pero sin la inestabilidad y poca legitimidad que produce la revocación? 

Una opción es recortar los periodos presidenciales. La posibilidad de echar al presidente en el cuarto año mediante una votación nacional es, en el fondo, hablar de la necesidad de periodos de gobierno más cortos. Considero que, para presidentes futuros, un periodo de cuatro años con opción a una sola reelección cubre los dos requisitos cruciales: 1) la ciudadanía ejerce ese ansiado poder para castigar o premiar a un presidente en funciones, cosa que la revocación ya cumple, pero de forma deficiente; y 2) el fantasma de la poca legitimidad desaparece, ya que quien decide sustituir al presidente o darle cuatro años adicionales, es el electorado. Nadie más. 

La revocación es una mala solución al viejo problema de la falta de mecanismos de rendición de cuentas para los presidentes. Lo cierto es que, por sus limitaciones, parece más un esquema de transición a periodos presidenciales más cortos, que una medida permanente. Comencemos este debate antes de que la revocación provoque una crisis política en el lugar más importante y peligroso del sistema: la cima. 


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