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“La Doña”


Aída Espinosa Torres

Era el tiempo de los jingles radiales: “Mejor, mejora, mejoral”, de “burbujita, burbujita de la sal de uvas picot” o de los tres movimientos de Fab, “remoje, exprima y tienda”; de las radionovelas, de los cuentos de La Pequeña Lulú, Periquita, Lorenzo y Pepita o La familia Burrón. Eran los años 40, cuando la ciudad de México se reconocía como el centro de la vida cultural, y era fotografiada por Nacho López y Héctor García.
Un refresco costaba sólo 10 centavos, el litro de leche 25 centavos y la docena de huevos de granja 75. Los autobuses de primera cobraban 20 centavos y por viajar en auto de alquiler a cualquier parte de la ciudad costaba 50 centavos.

Eran los tiempos de María Félix, una de las figuras más sobresalientes de la época de oro del cine mexicano, quien tuvo su auge entre 1941 y 1945. En ese entonces el cine tenía apoyo gubernamental. Las temáticas que recordamos: charros, vedettes, cantantes de la época; se filmaban películas que exaltaban la Revolución.

Había iniciado la Segunda Guerra Mundial, situación que, según dicen los estudiosos, propició que no se pudieran distribuir películas europeas, y las producciones estadounidenses, muchas de ellas, eran de corte propagandístico. Así surgió el auge del cine nacional, la época de oro.

María de los Ángeles Félix Quereña nació el 8 de abril de 1914, en Álamos, Sonora. Se casó con Enrique Álvarez, un vendedor de cosméticos, y tuvieron a su único hijo, el actor Enrique Álvarez Félix, quien murió años antes que ella.

Cuando se separó de su marido, trabajó como recepcionista de un médico. Por las calles de la ciudad de México, el director Fernando Palacios la descubrió y la invitó a participar en el cine, así fue como llegó su primera película: El peñón de las ánimas, de Miguel Zacarías (1942).

Entre su repertorio de 47 películas quedaron en la memoria de los espectadores: El peñón de las ánimas (1942); Doña Bárbara (1943); La monja alférez (1944); Río escondido (1948); Enamorada (1949); La cucaracha (1958); La generala (1966).

Participó en las películas extranjeras: Mare Nostrum (1948); Una cualquiera (1948); La corona negra (1951), escrita especialmente para el cine por Jean Cocteau y dirigida por Luis Saslawsky, que con el tiempo se volvió película de culto.


Conquistó París con las cintas: La bella Otero, de Richard Pottier; French Can-Can, de Jean Renoir, con Jean Gabin, y Les héros sont fatigués, de Yves Ciampi, con Yves Montand y Curt Jürgens.
María jamás aceptó propuestas de Hollywood. No estaba dispuesta a que la refabricaran ni hacer papeles de india. “Las indias las hago en mi país, en el extranjero sólo encarno a reinas”.

Doña Bárbara, adaptación de la novela de Rómulo Gallegos, fue el personaje que la hizo y que adoptó para sí y con el que todo el mundo la identificaba. La personalidad de “La Doña”, hombruna, con un corazón frío, creó ese misticismo a su alrededor.

María Félix marcó el cine latinoamericano por sus papeles y por ella misma. Octavio Paz dijo de ella: “María no es una persona; se ha convertido en el personaje de sí misma. María Félix nació dos veces: el día que su madre la echó al mundo, y el día en que ella se engendró a sí misma”.

Entre sus parejas sentimentales estuvieron el músico y compositor Agustín Lara, el actor Jorge Negrete, el empresario Alex Berger y el pintor Antoine Tzapoff.

Jorge Negrete la veía como una amenaza, decían, porque le podría quitar su lugar de estrella. Ella misma confesó que la llegó a maltratar durante el rodaje de una película; le preguntó: “¿Con quién te acostaste para poder conseguir este papel? Ella contestó: “Usted debería de saberlo mejor que yo porque hace unos cuantos años que encabeza el reparto de películas”.

Cuando la entrevistaban y querían saber más sobre ella, decía: “La vida de una actriz es sueño y si no es sueño no es vida”. Afirmaba que estaba hecha de pasado, pero que le interesaba más el presente y lo que haría hoy y mañana.

Su belleza le abrió la puerta al mundo del cine, pero eso no le fue suficiente para mantenerse. Según sus palabras, necesitó algo más que suerte; su garra, disciplina y talento le permitieron resistir tempestades y brincar obstáculos en su carrera.

María Félix ha sido motivo de innumerables libros y biografías como La Mexicane, de Henry Burdin; La Doña y María Félix: 47 pasos por el cine, de Paco Ignacio Taibo I; Todas mis guerras, de Enrique Krauze; María Félix: María bonita, María del alma, de Juanita Samper, entre muchos otros.

Se relacionó con grandes intelectuales de la época: Leonora Carrington, Frida Kalho, Diego Rivera, Jean Cocteau, Jean Genet, Salvador Dalí. Estaba ligada a ese encanto especial, al glamur, a grandes piezas de diseñador a hermosas joyas de oro hechas con diamantes, esmeraldas, que finalmente se convirtieron en signos de poder.

A María Félix, “La Doña”, se le reconoce no sólo su construcción del yo, sino por su discurso dentro del espacio público. Sus frases la inmortalizaron entre quienes la admiraban y otros tantos que la criticaban:
“Entre mis guerras no menciono el éxito porque no me costó ningún trabajo obtenerlo”. “Ningún hombre me hizo la vida pesada porque nunca le aposté a uno todas mis fichas”. “Tenemos que ser más autónomas, más dueñas y señoras de nuestro destino, así podremos hacer más por este país”. “No he tenido mas que elogios en mi vida. Por eso la gente me quiere; porque soy ganadora”. “Sólo tengo un mensaje para las mujeres de mi país, que se quieran tanto como yo me quise”.

María Félix murió el 8 de abril de 2002, a los 88 años, en la Ciudad de México. Su cuerpo fue llevado de su residencia en la colonia Polanco al Palacio de Bellas Artes, donde se le realizó un homenaje. Su cuerpo descansa en el Panteón Francés de San Joaquín.

Muchos reconocían a María su actitud “feminista”. Una de sus biógrafas, Juanita Samper, advirtió: “Representó a mediados del siglo pasado a la mujer luchadora, capaz, que se rebelaba contra el poder de los hombres sobre la figura femenina. Lo hizo desde su vida privada y desde el cine…”


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